—¡Marisol! ¡Marisol, ¿qué estás haciendo?!— La voz de Gonzalo temblaba de desesperación—. ¡Sabes bien lo que siento por ti! ¿Por qué me haces esto?
—¡Déjalo ya, Gonzalo! ¡No lo compliques!— Ella se giró hacia la ventana para no verle la cara—. Todo está decidido. Don Alfredo es un buen hombre, tiene una posición excelente, viviremos con dignidad.
—¿Y el amor? ¿Todo lo que hubo entre nosotros? ¿Eso no significa nada?
Marisol apretó los puños con tanta fuerza que las uñas se clavaron en sus palmas. Claro que significaba. Significaba más de lo que jamás quiso admitir. Pero mamá estaba en el hospital tras un segundo infarto, y el tratamiento costaba euros que nunca tendrían Gonzalo y ella.
—Fue bonito, pero la vida no es un cuento— dijo fríamente.
Gonzalo dio un paso hacia ella, alargó la mano, pero se detuvo sin tocarla.
—Marisela… ¿Recuerdas aquel día en el lago? Cuando te caíste por el hielo? Te saqué, y juramos…
—¡Basta!— Se volvió bruscamente—. ¡No remuevas eso! Lo pasado, pasado está.
Él la miró como si fuera la primera vez. Lentamente, asintió.
—Entendido. Pues eso. Bueno…— Cogió su chaqueta de la cómoda—. Te deseo felicidad, Marisol Serrano.
Salió sin dar un portazo. Ella escuchó sus pasos apagarse en la escalera y, solo entonces, dejó caer las lágrimas.
Don Alfredo era buen hombre, sí. Viudo de cincuenta años, director de empresa importante, le ofrecía estabilidad, no solo matrimonio. Cuando mamá enfermó, él pagó todo sin pedir nada más que un “sí”.
—Eres joven, guapa, inteligente— dijo él, tomándole la mano—. Yo ya no soy joven, necesito compañía. Encajamos bien.
Marisol asentía, sintiéndose como jamón en vitrina. Pero no había elección. Mamá mejoraba, los médicos prometían recuperación total con tratamiento bueno… y caro.
La boda fue discreta, poca gente. Alfredo resultó marido considerado. No exigía amor; le bastaba respeto y gratitud. Ella honradamente intentó ser buena esposa.
A Gonzalo no lo vio en tres meses. Hasta que lo encontró en el centro de salud.
—¿Qué tal?— preguntó él, educado, como a un conocido.
—Normal. ¿Y tú?
—También. Trabajando mucho.
Había adelgazado, estaba moreno y llevaba traje nuevo. Ella quiso preguntar por el dinero, pero se contuvo.
—¿Y tu madre?— Gonzalo siempre quiso a su madre; ella igual a él.
—Bien. Mejorando.
—Salúdala de mi parte.
—Se lo diré.
Estaban en el pasillo cuando Marisol recordó con claridad aquel día invernal que Gonzalo la salvó. Diecisiete ella, diecinueve él. Patinaban en un lago helado de los Pirineos. El hielo parecía firme, pero ella se alejó demasiado.
El crujido fue leve, pero Gonzalo lo oyó. Le gritó que no se moviera, avanzando reptando por el hielo. Cuando ella cayó, alcanzó su mano. Hubo minutos de lucha en agua helada, sus esfuerzos frenéticos por sacarla, su propia chaquetilla envolviéndola.
—Todo irá bien— susurraba, frotando sus manos frías—. No te abandonaré. Jamás.
Entonces juraron amarse eternamente. Diecisiete años, creía en amor inmortal.
—Debo irme— dijo Gonzalo, sacándola del pasado.
—Claro.
Se fue, y ella se quedó mucho rato en el pasillo, sujetando el volante del médico.
La vida con Alfredo transcurría sin sobresaltos. Construyó a mamá una casa en la sierra, contrató una cuidadora, colocó a Marisol en su empresa. Ella llevaba trámites administrativos, buen sueldo, pero se sentía inservible.
—Hoy estás apagada— notó su marido en la cena.
—Solo cansada.
—¿Quieres descansar? ¿Escapamos a la casita este fin?
Alfredo era observador. Detectaba sus estados, complacía, regalaba. Ella sabía que otras mujeres se sentirían afortunadas en su lugar.
—Vale, vayamos.
La casita era lujosa: piscina, jardín. Marisol, en tumbona, miraba nubes. Él leía el periódico junto a ella.
—Oye, ¿recuerdas a Gonzalo López?— preguntó él de repente.
Ella se sobresaltó.
—Sí. ¿Por qué?
—Aquí sale en el periódico. Ahora es personaje conocido. Abrió empresa constructora, urbanizaciones de chalés. Muy exitoso, dicen.
Alfredo mostró una foto: Gonzalo sonreía junto a una obra. Seguro, feliz.
—Me alegro por él— dijo ella, impasible.
—Sí, bien hecho. Lástima que no pudo competir contigo entonces— sonrió él con media sonrisa.
Marisol lo miró fijamente. En sus palabras no había ira ni celos, casi pena.
—¿Qué quieres decir?
—Nada. Solo pienso a veces qué hubiera sido si las cosas fueran distintas.
Alfredo, además de rico, era inteligente. Sabía bien por qué ella se casó.
—Las cosas no pasan solas, las hacemos nosotros— contestó ella.
—Es verdad.
Silencio. Marisol pensaba en que Gonzalo triunfó. Él fue siempre constante, trabajador; entonces faltó capital inicial.
—Don Alfredo, ¿puedo preguntar algo?
—Claro.
—¿Lamentas haberme desposado?
Él dejó el periódico, la
Y comprendió tarde que el mayor frío no fue el del lago, sino la soledad eterna tras romper aquel juramento.