El marido se marchó con la maleta a casa de mamá

31 de octubre de 2025

Hoy he vuelto a abrir la agenda de mi vida y, como siempre, el bolígrafo me ha quedado pegado al papel como señal de que algo más pesado, un equipaje emocional, sigue sin cerrarse. Luz, mi mujer, llegó a casa con una maleta, diciendo que se iba a quedar con su madre. Yo, que siempre he sido de los que piensan que los problemas se resuelven en la mesa de la cocina, me quedé mirando la maleta como si fuera una bomba de tiempo.

¿Y a qué cocina te refieres? le pregunté, sin comprender del todo.
Pues a los gastos de la comunidad, la comida, la colada, la limpieza ¿Cuánto piensas aportar al mes? repreguntó Luz, con la mirada que solo una mujer cansada puede lanzar.
Y comprendí que su respuesta era un rotundo nada.

Todo lo malo que rodeaba a Luz provenía de fuera: maridos infieles, esposas traicioneras, niños revoltosos y suegras que sabían desterrar la paz con una sola frase. En mi mundo, sin embargo, esas cosas no tenían cabida. Incluso mi suegra, la Doña Carmen, era de esas que te felicitan por la sopa sin intentar desmenuzarla.

Yo creo firmemente que la culpa es siempre del hombre que se deja llevar por el impulso, de los hijos que no se educan y de la distancia respetuosa con la familia política. Esa regla se mantuvo hasta que descubrí a mi mujer en la habitación con su amiga María, en el momento y lugar equivocados.

Resulta que una casa también puede ser un lugar prohibido si llegas cuando no deberías. Fue repugnante, bajo y vil. El efecto sorpresa actuó como una sombra que nos atrapó a ambos. En una noche, Luz perdió todo: la familia, el marido y la mejor amiga.

Ayer, la cena había sido una deliciosa lubina al horno, crujiente por fuera, sobre una cama de zanahorias y cebolla asadas. Mi colega Óscar, arquitecto que trabaja desde casa, se llevó las sobras para el día siguiente. La receta era sencilla: mezclar la lubina con mostaza, mayonesa, miel y especias, dejarla reposar media hora y luego hornearla, primero envuelta en papel de aluminio y después dorándola al final. A Óscar le encantaba.

Mientras mi amiga y su esposo degustaban la lubina, él vestía solo ropa interior y ella solo llevaba su camisa, lo que resultó en un incómodo momento de exposición que terminó con la cama desordenada como en una mala película. María se sonrojó, él balbuceó alguna frase sin sentido, y yo, furioso, lancé la ropa sucia directamente sobre la mesa donde aún quedaba pescado.

¿Sin calzones? pregunté con amargura.
¿Y sin tangas? replicó Óscar, dándose cuenta de que su amiga estaba al tanto de todo.

Con el corazón en un puño, agarré la ropa y la arrojé a la cama, diciendo con la misma rabia que escucho cuando mis ancestros se quejaban del tren: ¡Váyanse al diablo!. Salí a la sala, escuché el ruido de la puerta cerrándose y, poco después, mi marido entró con el móvil en la mano, intentando reanimar la situación.

¿Qué está pasando, Lucía? dijo, intentando justificar su retraso por un proyecto. ¡Yo tampoco he limpiado la cama! respondí, recordándole la temperatura del verano en el que nunca había limpiado nada.

Luz, que siempre miraba el tren con sus carriles crujientes, dijo que el tren había girado a otra dirección. Al final, Óscar se marchó con la maleta a casa de su madre: el apartamento quedó vacío, y la suegra, la Doña Carmen, siguió siendo la única que mantenía una relación cordial con Luz.

La vida se volvió un caos cuando mi mamá, una mujer de corazón grande, apareció con su propio equipaje, recordándome que los problemas familiares nunca están a distancia. Las discusiones comenzaron: ¿Cómo pudiste, desgraciada? gritó ella. Yo, sin embargo, no le di importancia; después de todo, ella también había sido dejada de lado.

Después del divorcio, Luz no pudo mirar a los hombres durante casi un año; el solo pensamiento de una mujer la hacía temblar. Por suerte, no tuvieron tiempo de engendrar hijos; solo convivieron dos años y ella apenas tenía 24 años cuando todo se rompió.

Con el paso del tiempo, el hielo se fue derritiendo. Apareció Diego, un chico un año menor que ella, con quien la relación se volvió íntima en el mismo piso. A veces pasaba la noche allí, y él quiso mudarse para vivir juntos. Nos amamos, y quiero despertar a tu lado, me dijo, como si fuera una canción de amor del siglo pasado.

El sueño de una convivencia feliz se desvaneció cuando descubrí que Diego roncaba como un leñador y, además, lanzaba sus piernas sobre mí como si fuese una balerina torpe. Dos noches sin dormir fueron suficientes para que yo, cansado, le dijera que no podía quedarme en mi casa. Él, herido, se marchó con su mochila.

Se presentó Mikel, un hombre de treinta años, bueno en la cama pero poco apto para el hogar. No sabía usar la lavadora y siempre dejaba la vajilla sucia acumulada. Pedía que lavara sus calzoncillos y calcetines, pero él nunca aprendía. Vivía de los ingresos de alquilar una habitación en la casa de sus padres, ganando unos 800 euros al mes, suficiente para él y su hija, a la que pagaba la pensión alimenticia.

Le pregunté cuánto iba a aportar al cazo de los gastos mensuales.
¿A qué cazo? se quedó boquiabierto.
A la comunidad, la comida, la colada, la limpieza insistí.
Y su mirada vacía me confirmó que no aportaría nada.

Yo le dije que la vivienda era mía y que ella podría lavar su ropa junto a la mía; al fin y al cabo, el detergente ya estaba en la alacena.

¿No quieres casarte? me preguntó.
¿Me lo estás proponiendo? respondí.
Sí, si nos esforzamos dijo, pero la palabra si nunca se cumplió.

Mikhail también desapareció, dejándome la frase: ¡Eres una bruja!. Yo le contesté: ¿Como la primera esposa o peor?.

Llegó Salvador, un hombre con ingresos decentes y unas habilidades domésticas dignas de elogio: lavaba ventanas, aspiraba, colgaba la ropa sin que se arrugara. Pensé que había encontrado la suerte. Pero, justo antes de la boda, desapareció. Resultó que había desenredado la relación antes de casarnos, lo que nos ahorró gastos.

Mi madre llamaba cada día preguntando por los nietos, y las amigas se preguntaban si alguna vez tendría un marido. Yo bromeaba diciendo que no había candidatos dignos. Finalmente, adopté un gato callejero al que llamé Misu. Me consolaba con su maullido silencioso y, según los psicólogos, era un gran confidente.

Con el tiempo, me enamoré perdidamente de Valentín Ibarra, dueño de varias farmacias, rico y sin hijos. Era el sueño de una mujer libre. Luz, ahora convertida en una bella y segura mujer, se presentó como la novia perfecta. Mis amigas anunciaron la boda y mi madre ya imaginaba los nietos.

El futuro prometía una habitación lujosa en el centro de Madrid. Preparé una cena ligera y el prometido prometió trasladarme su vida a mi piso, con las maletas ya listas. Todo parecía ir viento en popa: risas, miradas cómplices y la promesa de regalarme una estrella.

Sin embargo, Valentín, al entrar al baño, pateó a Misu sin intención de herir, solo para mover su camino. Yo, al ver la patada, quedé paralizado. Valentín sonrió como si fuera normal golpear a un gato. ¿Todo por una estrella? preguntó, burlándose. Yo le respondí que no había nada que demostrarle a un hombre de cuarenta y cinco años que los gatos no se deben patear.

Al final, Valentín se fue, lanzándome una última frase amarga: No pensé que terminarías siendo una ¡débil!. Cerré la puerta con fuerza, tirando su abrigo de piel y los anillos al pasillo. Mi abuela, sin pelos en la lengua, me dijo: ¡Mujer, no dejes que una gata arruine tu vida! Los niños se deben tener, no los felinos.

Yo, sin complejos, seguí adelante. La búsqueda de un futuro padre para mis posibles hijos continuó, y algunos me llamaron una buscadora de amor. Elegí a Nicolás, un hombre de cuarenta años, divorciado, trabajador, con un sueldo de 1200 euros que le permitía ayudar en casa, sacar la basura sin que se lo recordara y comprar la compra sin problemas. No era perfecto: dejaba una pequeña gota de agua en el baño, pero eso no importaba.

Nicolás se llevó bien con Misu desde el primer momento; el gato lo aceptó y eso fue un punto a favor. Además, la madre de Luz estaba a punto de confirmar el embarazo; la prueba mostraba dos líneas. Luz, al entrar al baño y ver la pequeña charca de agua, la limpió y, sin perder la sonrisa, exclamó: ¡Ya vengo, no me quedéis sin Misu!.

Al fin, me pregunto: ¿hice bien? El día de hoy concluyo este relato con la certeza de que, aunque la vida nos golpee con patadas inesperadas, el aprendizaje más valioso es no depender de nadie para validar nuestro propio valor. Aprendí que la dignidad y la independencia son los cimientos sobre los que se construye una vida plena.

La lección que me llevo es que, antes de buscar a alguien que llene mi vacío, debo asegurarme de que mi propio vaso esté completo.

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