**Diario de Laura**
Cuando Javier llegó a casa el viernes por la noche, el piso olía a patatas fritas y algo agrio. Arrugó la nariz: otra vez Laura había cocinado coliflor, sabiendo perfectamente cuánto la odiaba. Se quitó la chaqueta cara, la colgó con cuidado en el perchero y entró en la cocina.
—Hola —murmuró.
—¿Ya comiste en el trabajo, no? —preguntó ella sin sonreír.
—Hubo un cóctel después de la reunión. El cliente es del sector petrolero, montaron un banquete. Pero traje el contrato de dos millones.
Laura no respondió. Estaba frente a la placa con una bata vieja, el pelo recogido en un moño. El cansancio se le notaba en la mirada. Realmente le daba igual: ni cien millones le devolverían lo que tenían hace dos años.
Javier se sentó, abrió una botella de agua mineral. Algo parecido a un reproche cruzó por los ojos de su mujer.
—Hasta tu mirada es distinta —dijo ella.
—¿Cómo «distinta»?
—Arrogante. Como si fuera tu criada. Todo esto… ya no va con nosotros. Tú ya no eres el mismo, Javier.
—Laura, ¿en serio? ¡Me parto el lomo todo el día! Lo que tenemos es gracias a mí. El piso, el coche nuevo, las vacaciones. Y tú, ¿qué? Ni siquiera trabajas.
—¡Dejé de trabajar porque tú lo quisiste! —su voz tembló—. Tú mismo dijiste: «Quédate en casa, descansa, yo puedo mantenernos». Y ahora me miras como si fuera una parásita.
Javier apartó el plato.
—Simplemente me envidias. Yo avanzo y tú te quedas. No es culpa mía.
—Me quedo porque tú no me dejas moverme.
Se levantó, apartando la silla con irritación:
—Si no te gusta, haz lo que quieras. Pero luego no te quejes.
Su matrimonio empezó bonito. Javier era jefe de proyectos en una agencia de marketing, y Laura daba clases de inglés. Vivían de alquiler, ahorraban poco a poco, elegían juntos regalos sencillos. Su felicidad estaba en los detalles: paseos al atardecer, picnics en el campo, películas en el sofá.
Todo cambió cuando le ofrecieron a Javier un puesto de director en otra empresa. El sueldo se triplicó. Viajes, bonos, contactos importantes. Compraron un piso de dos habitaciones y Laura dejó el trabajo por insistencia suya: «¿Para qué necesitas ese colegio? Yo me encargo».
Al principio parecía un cuento. Pero poco a poco Laura sintió que un tercero habitaba su hogar: el frío. Llegaba con Javier, en trajes caros, oliendo a puros caros, hablando de mercados, tendencias y objetivos. Javier cambiaba, y ella seguía igual. Y eso le molestaba.
—No sé —le confesó a su amiga Marta tomando café—, ¿debería volver a dar clases?
—Hazlo. Siempre te gustó. O busca algo online. Eres inteligente, Laura. Esto es solo una crisis.
—No es solo el trabajo. Javier parece… un extraño. No es malo. Pero soy como un mueble. Cocino, limpio, hago lo que toca. Pero nadie pregunta cómo estoy.
Marta suspiró:
—Es la típica historia. Dinero, poder… Y no siempre sacan lo mejor de la gente.
Un día Javier llegó a casa a mediodía, radiante, con una bolsa de una boutique.
—Mira, te compré un vestido.
Laura desenvolvió la tela: negro, ajustado, con un corte. Elegante. Caro. Pero no era para ella.
—No me pondría esto jamás.
—Es que tienes complejos. Vamos a salir. Por cierto, el viernes hay una cena de empresa. Acompáñame. Que vean qué mujer tengo.
—¿Como un trofeo? —preguntó en voz baja.
Él no lo oyó. O fingió no hacerlo.
La cena fue en una finca. Todos con ropa de marca. Laura se sintió fuera de lugar. Escuchó conversaciones sobre inversiones, dólares y coches caros mientras ahogaba el aburrimiento con cava.
Al volver de la terraza, vio a Javier junto a una chica de rojo. Joven, segura, pelo impecable. Notó cómo le tocaba la mano. Él no la apartó.
En el coche, guardó silencio. Solo al llegar dijo:
—¿Quién es?
—La responsable de comunicación de un proyecto.
—¿Y le permites que te toque?
—No exageres. Es coqueta, nada más. ¿Por qué montas un drama? No somos niños.
—¿O es que prefieres que sea solo un adorno en tu vida?
—Otra vez lo mismo. ¿Qué quieres, Laura?
Ella no supo qué decir. Respeto, quizá. Cariño. Amor. Pero cómo explicárselo a alguien que solo mide en cifras.
El domingo se fue a casa de su madre.
—¿Y qué pasó? —preguntó su madre.
—Ya no me mira como antes. Como si no existiera.
—Díselo. No te calles.
—¿Para qué? Solo le importa su carrera.
—Si no hablas, nunca lo sabrás.
Volvió. Lo intentó.
—Javier, estoy harta de ser tu sombra. Quiero trabajar. Ser alguien.
—Pues trabaja. ¿Quién te lo impide? Pero no esperes que te lleve a entrevistas.
—Podrías apoyarme.
—Y tú podrías dejar de dramatizar todo.
Al mes, Laura empezó a dar clases online. No ganaba mucho, pero recuperaba algo de sí misma.
Javier se distanció. Más callado, más horas en la oficina, menos interés en casa.
Un día vio su móvil. No era su intención, pero quiso ver quién había llamado. Los mensajes con la de rojo: *«Hoy estabas increíble»*, *«Me gusta estar contigo»*, *«Pienso en ti»*.
No hubo escena. Solo cogió una maleta y se fue.
El divorcio fue tranquilo. Ni siquiera se opuso.
—Si crees que será mejor, allá tú.
—Mejor no, pero más honesto.
Dos meses después, la vio en una cafetería. Laura estaba repasando unos documentos, concentrada.
—Hola. ¿Qué tal?
—Trabajando. Viviendo. Todo bien.
—Te veo… bien.
—Porque estoy bien. ¿Y tú?
Se encogió de hombros. Parecía agotado.
—Tengo lo que quería. Pero la gente… es vacía. Solo quieren dinero o favores. Creí que ella me querría por mí, no por lo que tengo. Pero me equivoqué. Solo me usó.
—No todos saben amar, Javier. Es un arte. Como valorar lo que sienten los demás. Perdona, tengo que irme.
Se quedó mirándola marcharse. Y sintió pena. Pena por lo que ya no volvería.