El marido se fue, pero subestimó.

Hace muchos años, cuando el sol se ponía sobre las calles de Madrid, un hombre regresó a su hogar una tarde de viernes. El aroma a patatas fritas y algo agrio flotaba en el aire. Ramón frunció el ceño: Elena había cocinado col otra vez, sabiendo cuánto la odiaba. Se quitó su costoso traje, lo colgó con cuidado en el perchero y entró en la cocina.

—Hola— murmuró.

—¿Ya cenaste en el trabajo, no?— preguntó ella sin sonreír.

—Hubo un cóctel después de la reunión. El cliente es del sector petrolero, todo muy lujoso. Pero traje un contrato de dos millones de euros.

Elena no respondió. Vestía una bata vieja, el pelo recogido en un moño. El cansancio se notaba en su rostro. Le daba igual: ni cien millones la harían feliz. El dinero no devolvería lo que habían tenido años atrás.

Ramón se sentó, abrió una botella de agua mineral. En los ojos de su mujer pasó algo parecido a un reproche.

—Ya ni siquiera me miras igual— dijo ella.

—¿Cómo que no?—

—Con soberbia. Como si fuera tu criada. Esto ya no es como antes, Ramón.

—¿En serio, Elena? ¿Después de todo lo que hago por nosotros? La casa, el coche nuevo, los viajes. ¿Y tú qué? Ni siquiera trabajas ya.

—¡Dejé de trabajar porque tú lo quisiste!— Su voz tembló—. Dijiste: «Quédate en casa, yo me encargo». Y ahora me miras como si fuera una carga.

Ramón apartó el plato.

—Es envidia. Yo avanzo y tú te quedas. No es mi culpa.

—Me quedo porque no me dejas caminar.

Se levantó, apartando la silla con brusquedad.

—Si no te gusta, vete. Pero después no te quejes.

Su matrimonio había comenzado con promesas. Ramón era director en una agencia de publicidad, Elena daba clases de inglés. Vivían en un piso alquilado, ahorraban poco a poco, compraban regalos sencillos. Su felicidad eran los paseos por la ribera, los picnics en el Retiro, las películas en casa.

Todo cambió cuando ascendieron a Ramón. Un sueldo tres veces mayor, viajes, bonus. Compraron un piso en Chamberí. Él insistió: «Deja el trabajo, yo te mantengo».

Al principio fue un cuento. Pero luego, el frío llegó con él: en sus trajes caros, en el olor a puros, en las conversaciones sobre mercados y cifras. Ramón cambió. Elena no. Y eso le molestaba.

—A veces pienso— confesó Elena a su amica Lucía tomando café— ¿volver a la enseñanza?

—Hazlo. O busca algo en línea. Eres inteligente. Esto es solo una crisis.

—No es el trabajo. Ramón… es como un extraño. No es malo, pero me trata como un mueble. Nadie pregunta cómo estoy.

Lucía suspiró.

—El dinero saca lo peor de algunos. No siempre se ve bonito por dentro.

Una tarde, Ramón llegó temprano, eufórico, con una bolsa de una boutique.

—Mira, te compré un vestido.

Elena lo desplegó: negro, ceñido, elegante. No era su estilo.

—No es para mí.

—Es que no te atreves. Ven al evento de la empresa el viernes. Que vean qué mujer tengo.

—¿Como un trofeo?— susurró.

Él fingió no oír.

En la fiesta, todos llevaban marcas caras. Elena se sintió fuera de lugar. Bebió cava para ahogar el aburrimiento.

Al volver de la terraza, vio a Ramón junto a una mujer de rojo. Joven, segura, sonrisa perfecta. La vio rozarle la mano. Él no la apartó.

En el coche, Elena guardó silencio. Solo al llegar preguntó:

—¿Quién es?

—Solo es la responsable de comunicación. Un proyecto en común.

—¿Y por qué te toca así?

—No exageres. Es coqueta, nada más. No somos niños.

—¿O quizá olvidas que tienes mujer?— Ella lo miró fijo—. ¿Prefieres que sea solo… un cuadro en la pared?

—Siempre lo mismo. ¿Qué quieres, Elena?

Calló. No sabía cómo pedir respeto, interés, amor. ¿Cómo explicárselo a alguien que solo entiende números?

El domingo fue a casa de su madre.

—¿Qué pasó?— preguntó su madre.

—Ya no me mira como antes. Soy invisible.

—Díselo. No te calles.

—¿Para qué? Solo ama su carrera.

—Si no hablas, nunca lo sabrás.

Regresó. Intentó hablar.

—Ramón, estoy cansada de ser tu sombra. Quiero trabajar, ser alguien.

—Pues hazlo. Pero no esperes que te lleve de la mano.

—Podrías apoyarme.

—Y tú podrías dejar de dramatizar.

Un mes después, Elena empezó a dar clases en línea. Ganaba poco, pero era suyo.

Ramón se distanció. Pasaba más horas en la oficina, menos en casa.

Un día vio su móvil olvidado. No lo buscó, pero al revisar la llamada perdida, encontró mensajes. De la mujer de rojo.

*«Hoy estabas increíble». «Me gusta estar contigo». «Pienso en ti».*

No hubo escándalo. Solo cogió sus cosas y se fue.

El divorcio fue silencioso. Él ni siquiera protestó.

—Si crees que es mejor, adelante.

—Mejor no será. Pero al menos será honesto.

Dos meses después, la vio en una cafetería. Elena revisaba documentos, concentrada.

—Hola. ¿Cómo estás?

—Trabajando. Viviendo. Bien.

—Te ves… bien.

—Porque estoy bien. ¿Y tú?

Encogió los hombros. Se le veía cansado.

—Tengo lo que quería. Pero la gente es… vacía. Solo les importa el dinero. Creí que ella me querría sin condiciones. Pero me equivoqué. Solo quería usarme.

—No todos saben amar, Ramón. Es un arte, como valorar a los demás. Perdona, debo irme.

La miró alejarse. Y sintió, por primera vez en años, el peso de lo perdido.

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MagistrUm
El marido se fue, pero subestimó.