Se encaprichó con la mujer ajena
Durante la convivencia, Dudoso se reveló como un hombre de carácter blandengue y voluntad aún más floja.
Sus días dependían totalmente del humor con el que abría los ojos. A veces amanecía animado y dicharachero, haciendo bromas malas y riendo como si le hubieran contado un chiste de Gila.
Pero la mayor parte de su vida, la pasaba sumido en pensamientos pesimistas, bebiendo café como si fuera agua de mayo y paseando por la casa con una nube negra sobre su cabeza, tal y como corresponde a un artista frustrado. Porque de esos era, Víctor Dudoso trabajaba en la escuela rural de Fuente la Higueruela, donde daba plástica, tecnología y, de vez en cuando, música (cuando la profe de música pillaba una baja laboral).
Sentía esa llamada hacia el arte. Pero, como en la escuela no lograba soltar su genio, lo pagó el hogar: transformó la sala más luminosa en un estudio, justo la que Clara había soñado como dormitorio para unos futuros niños.
Pero la casa era de Víctor, así que Clara no dijo ni mu.
El bueno de Dudoso llenó la habitación de caballetes, trastos de pintura y arcilla, y se puso a crear: unas veces pintaba con gran fervor, otras modelaba cosas raretes
Podía estar hasta bien entrada la noche dándole caña a un bodegón rarísimo, o pasar el finde entero modelando una figurita incomprensible para cualquier persona cuerda.
Sus obras maestras no las vendía ni regalaba, sino que las colgaba por toda la casa. Así, las paredes estaban cubiertas de cuadros que, por cierto, a Clara no le gustaban nada; los armarios y estantes crujían bajo el peso de figuras de barro de dudoso gusto.
Y claro, si eso fueran auténticas bellezas, lo mismo ni tan mal, pero no.
Los pocos amigos pintores y escultores que le quedaban desde sus años de estudios -los cuales le visitaban de vez en cuando-, se quedaban mudos observando los cuadros, apartaban la mirada y rezaban para no tener que fingir un elogio.
Ninguno le dedicó nunca un ole.
Salvo Don Leocadio Sánchez, el decano del grupo, que, tras trasegarse una botella de licor de orujo, exclamó con voz de trueno:
¡Dios mío, qué colección de rayajos sin sentido! ¡Pero esto qué es, por favor! No he visto nada decente en toda la casa salvo, claro está, la bellísima señora.
La crítica le sentó a Dudoso como un cocido en agosto; gritó, pataleó y ordenó a su mujer que echara al desafortunado viejo.
¡Fuera de aquí! bramaba ¡enemigo del arte! ¡El problema lo tienes tú, que no puedes sostener un pincel de tanto beber! ¡Me tienes envidia y por eso no sabes apreciar nada!
Don Leocadio salió casi rodando por la escalerita del porche, se atascó un poco en la cancela, y, mientras Clara le alcanzaba corriendo para disculparse, le dijo:
No te justifiques por él, niña asintió Don Leocadio. Está bien, llamaré un taxi y me largo. A ti es a quien compadezco. ¡Con lo bonita que tienes la casa, y estos horrores de cuadros de Víctor lo estropean todo! Y esos muñecos de barro deberías esconderlos. Pero bueno, conociendo a Víctor, imagino que no te lo pone fácil. Mira, para los que somos artistas, lo que creamos es el reflejo de lo que llevamos dentro y tu marido tiene el alma más vacía que sus lienzos.
Tras besarle la mano a Clara en despedida, se marchó dando tumbos.
Víctor pasó un mes entero escandalizando la casa: vociferaba, destrozaba alguna figura, rompía cuadros y hacía verdaderos numeritos hasta que se relajó.
***
Con todo esto, Clara nunca le llevó la contraria.
Había decidido que, cuando llegara el momento y vinieran los niños, su marido dejaría tanta tontería y convertiría el estudio en dormitorio. Hasta ese día, que se distrajera con sus manías.
Al principio del matrimonio, Víctor intentó lucirse como marido modélico: traía fruta fresca y la nómina a casa, cuidaba de Clara como si él mismo se lo creyera.
Pero eso duró menos que una siesta en Fallas. Pronto, el entusiasmo por su esposa se esfumó, la nómina la destinó a sus vicios y fue Clara la que cargó con todo: casa, marido, huerto, gallinero y la suegra.
…La noticia del posible embarazo dejó loco a Víctor de alegría. Pero la felicidad duró sólo un suspiro; al poco, Clara enfermó, fue a parar al hospital y perdió el embarazo en las primeras semanas.
En cuanto se enteró, Víctor se transformó: se puso histérico, chilló, la culpó de todo y la encerró fuera de casa.
¡Abre, Víctor!
¡No pienso abrir! respondía él lloroso al otro lado de la puerta. Has fallado tu misión, deberías haber traído al mundo a mi hijo. Por tu culpa, ahora mi madre está en el hospital con un ataque al corazón. ¡Eres un mal fario, no quiero vivir más contigo!
Clara no veía ya nada, y se sentó en la escalera de la puerta.
Pero Víctor que yo también lo estoy pasando fatal, abre ya
Él ni caso. Se quedó allí hasta que anocheció. Al fin, la puerta se abrió y salió Víctor, con pinta de haber adelgazado por la pena, cerró la puerta como pudo, buscó el candado y, como no lo encontró (él nunca sabía dónde estaban las cosas -para eso estaba Clara-) se fue sin mirarla.
Aprovechando el despiste, Clara entró y se desplomó en la cama. Toda la noche esperó a que él volviera. Al día siguiente, una vecina apareció para darle el pésame: la suegra no superó el susto.
Eso dejó a Víctor hundido; dejó la escuela, se metió en la cama y confesó:
Yo nunca te he querido. Me casé por mandato de mi madre, que quería nietos, nada más. Pero tú lo has destrozado todo, jamás te lo perdonaré.
Aquellas palabras cortaban. Pero Clara decidió que no le abandonaría.
Pasaban los días y la cosa no mejoraba. Dudoso se negaba a salir de la cama, sólo aceptaba agua, nada de comida.
Resultó tener una úlcera que le quitó el poco apetito que tenía, y terminó sin poder levantarse, según él, por falta de vitaminas. Luego fue y pidió el divorcio: divorcio concedido. Clara lloró a mares.
Intentó abrazarle, besarle, pero él sólo la apartaba y juraba que, en cuanto mejorase, la echaría a la calle. Que ella le había destruido la vida.
***
Clara no podía irse por el simple hecho de que no tenía a dónde mochilarse.
Su madre, que la casó recién terminada la ESO y echó cohetes el día de la boda, se fue a vivir con un viudo cerca del Mediterráneo. Allí se casó de nuevo, volvió sólo para vender la casa familiar, y con los euros en el bolso, desapareció rumbo al sur.
Así, Clara quedó atrapada por las circunstancias.
***
Un día se acabó todo lo comestible en casa. Apuró el último saco de arroz, coció el último huevo que le quedaba a la buena de la Paca, la gallina, y preparó una papilla ligera con ese último huevo para darle a Víctor.
La vida es irónica: Clara podría estar dando papilla a un bebé (que habría tenido si no fuera por cargar sola cubos y leña), pero tenía que conformarse con alimentar a su exmarido, que ni la miraba.
Me voy a dar una vuelta, está la feria del pueblo de al lado. Voy a ver si vendo la gallina o la cambio por víveres.
Víctor, tirado en la cama como un romano sin siesta, levantó la ceja:
¿Para qué vender la gallina? Hazme un caldo con ella. Estoy harto de papillas, quiero un caldo de verdad.
Clara empezó a juguetear con la vieja falda azul, la única prenda decente que conservaba (la de su graduación y la boda, y que ahora usaba en los días de calor porque no tenía otra cosa).
Ya sabes que no podría matarla Prefiero cambiarla. Antes se la llevaría a los vecinos, como las otras, pero Paca es distinta, se ha encariñado conmigo.
Paca, ¿también les pones nombres? bufó Víctor. Mujer ingenua, ¿qué se puede esperar de ti?
Clara agachó la cabeza.
¿Irás a la feria? se espabiló un poco Víctor. Pues llévate un par de mis cuadros y unas figuras. ¡A ver si cuela y te compran alguno!
Clara evitó su mirada y pensó en escabullirse:
Por Dios, hombre, si tanto los quieres
¡Te he dicho que los lleves! ordenó caprichoso.
Así que cogió dos flautas de barro con forma de pájaro y la enorme hucha de cerámica, orgullo de su ex.
Salió volando por la puerta, temiendo que le exigiera cargar también con sus cuadros infames.
Las figuras aún podía intentar venderlas, los cuadros ¡ni loca! Era humillante.
***
El día era de esos que cuecen cerebros. Aunque iba ligera de ropa, Clara no podía con el calor. El flequillo pegado a la frente y la cara brillando como las bolas de navidad.
Era el día grande del pueblo.
Clara ni recordaba la última vez que salió a pasear. Miraba con sorpresa el trasiego: gente engalanada, vendedores, colmenas de miel, pañuelos de seda de todos los colores y dulces para niños. Allí, entre humo de chistorras y risas, Clara avanzaba con paso tembloroso.
Se detuvo en un puesto y abrazó su bolsón de tela, donde dormía Paca. Le daba pena la pobrecilla, era su animal preferido.
Compró la gallina de pollita, y al accidentarse esta con la pata, la llevó a casa para curarla. Resultó ser muy curiosa y sociable, tan pegada a ella como un perro chico. Ahora, la gallina asomaba el pico de la bolsa con interés.
***
Una dependienta mayor la miró de arriba abajo:
Llévate una pulserita, reina, tengo acero bueno, tengo plata, tengo baño de oro. Mira qué cosas más bonitas.
Gracias, pero quería vender una gallina, es una ponedora buenísima dijo Clara educada.
¿Una gallina? Y para qué la quiero yo
Entonces, un joven al lado del mostrador se animó:
A ver, enséñame la gallina.
Ahora mismo
Clara sacó a Paca con mimo y se la entregó. (El chico le era completamente desconocido).
¿Cuánto pides por ella? ¿Tan barato? ¿Qué le pasa?
Clara notó que la escrutaba sin disimulo, sudó aún más.
Cojea un poco, pero por lo demás es una gallina sanísima.
La compro. ¿Y eso otro qué es?
El joven señaló las figuritas de barro que llevaba Clara.
Ah, chorraditas de mi ex, una hucha, unas flautas
El chico cogió la hucha y sonrió de medio lado:
Qué cosa más peculiar, hechas a mano.
Eso, muy a mano. Las vendo baratas, me hace falta el dinero.
Me lo llevo todo. Me pirran las cosas raras.
La dependienta de la bisutería resopló.
¿Y eso para qué, Dani? ¿No has tenido bastantes juguetes? Anda, vete con tu hermano a los pinchitos.
Clara, recibiendo los euros, se asustó:
¿Tú vendes pinchitos? ¡Entonces la gallina no te la puedo vender!
Intentó coger de nuevo a Paca, pero Dani se apartó rápido.
Toma tus euros si quieres pidió Clara, preocupada. ¡Paca no es para caldo ni para asar! No es de carne.
Tranquila, no va para la parrilla. Se la daré a mi madre, que cría gallinas. Y puedes venir a visitar a Paca cuando quieras. Venga, que no miento.
¿Seguro?
Seguro le dijo Dani sonriendo. No sabía yo que las gallinas también tenían nombre.
***
Clara volvía por el camino de casa cuando un coche la adelantó. Dani asomó la cabeza:
¡Espera, chica! ¿Tienes más figuras de barro? Te compro unas cuantas más. Que me hacen apaño para regalar.
Clara, cegada por el sol, sonrió radiante:
Pues estás de suerte. En casa hay de todas las formas y tamaños.
***
Dudoso, remolón, berreó desde la cama cuando oyó voces:
¿Quién es, Clara? Tráeme agua, que me muero de sed.
El joven en el umbral miró a Víctor de reojo, escrutando sus cuadros.
Increíble murmuró. ¿Esto lo ha pintado usted? preguntó a Clara que pasaba con un vaso.
¡¡Yo!! gruñó Víctor. ¡Y no pinto! Pintar es lo que hacen los críos con tizas en la acera. ¡Yo compongo!
De un salto, se puso medio en pie mirado al desconocido.
¿Le gustan mis cuadros?
Pues sí, quiero uno. ¿Y las esculturas?
¡También! vociferó Víctor, apartando a Clara y tomando la palabra. ¡Todas mías! ¡Todo esto es mi obra!
Se fue incorporando, tambaleante, con teatralidad, hasta el visitante.
Tiene usted un estilo peculiar dijo Dani, mirando de reojo a Clara, que permanecía modestamente en un rincón.
Mientras Víctor presumía de su arte, el visitante no le quitaba ojo a la mujer, viendo ese rubor tímido y su delicada hermosura.
Epílogo
Clara aún se asombraba del milagroso curandero de su exmarido: resulta que Dudoso no estaba tan enfermo.
Apenas apareció alguien interesado en comprarle algún cuadro, se le pasaron todos los males.
El joven coleccionista (Dani, así se llamaba) acudía casa día sí, día también, para comprar este cuadro o ese otro, y cuando terminaron los cuadros, se hizo con las figuras.
Víctor, ilusionado, se encerró en el taller a crear más obras.
Nunca sospechó el verdadero motivo de las visitas: a Dani lo que realmente le atraía era Clara. O más bien, la ex de Víctor.
Así, cada vez que Dani se iba con un cuadro, se entretenía fuera en la puerta charlando con Clara. Y, lo que son las cosas, surgió la chispa y poco después el fuego.
Total: Dani terminó llevándose lo único que valía la pena de esa casa: a Clara, por la que había estado yendo desde el primer día.
Yendo de vuelta a su pueblo, Dani quemó los cuadros en la chimenea, y guardó las figuras en un saco (aún sin saber qué hacer con ellas).
Eso sí, nunca olvidó la cara dulce de Clara, que le enganchó aquel día en la feria con su vestido y su gallina en la bolsa.
Dani supo desde el primer segundo que era el amor de su vida.
Se había informado después: la chica era desdichada, atrapada con un idiota que se creía artista. Y sin poder irse.
Por eso, día tras día, iba a la casa con la excusa de otra compra hasta que, al fin, Clara lo entendió todo.
***
Víctor nunca pensó que la historia terminaría así.
Dani, que se llevaba sus obras a montones, dejó de aparecer después de llevarse a Clara.
Pronto llegaron noticias al pueblo: la pareja se casó, y Víctor se quedó rumiando la debacle.
Y es que, encontrar una buena esposa es más difícil que pescar truchas en el Manzanares. Clara, además de todo, había tenido una paciencia y una ternura desbordantes, más maternal que suegra. ¡Y era tan guapa!
Él, tonto perdido, dejó escapar un tesoro.
Pensó en recluirse en la melancolía pero desistió. Ya no tenía quien le preparara huevos pasados por agua o le alcanzara un vaso de agua. Ni a quien endosar casa y corralUna tarde, entre el silencio y el eco de sus pasos sobre las losas, Víctor encontró a la gallina Paca picoteando en el jardín del vecino. Al principio pensó en recuperarla, pero luego se encogió de hombros y se sentó en el poyete junto a la puerta, con la mirada extraviada en el horizonte.
Por primera vez, todo le pareció extrañamente vacío: ni cuadros ni esculturas lograban llenar el hueco de la casa. El silencio, ahora real y rotundo, le envolvía como una sábana fría. Dudoso, alguna vez el rey de sus propias ruinas, reconoció que ni los gritos podían traer de vuelta a quien había sido su mejor público.
Una mañana cualquiera, recibió una postal sin remite. En la foto, un campo verde, repleto de gallinas, y una figura femenina de falda azul girando bajo el sol con una sonrisa luminosa. Al dorso, pocos renglones escritos con letra dulce: «Estamos bien. Gracias por regalarme la libertad».
Víctor deslizó los dedos por la postal y suspiró. Al final, entendió: el arte verdadero no era lo que cubría las paredes, sino la vida que se tejía en los días sencillos, esos que nunca supo cuidar mientras los tuvo.
Se levantó despacio, salió al huerto y, por primera vez en años, se puso a arreglar la valla, guiado por una serena resignación. Las gallinas del vecino se acercaron curiosas, buscando migas en sus bolsillos.
Hoy nadie le espera para cenar, ni lo llaman para que apague la luz del pasillo. Pero, entre el silencio y los recuerdos, aprendió demasiado tarde quizá que perder lo irremplazable duele mucho más que no ser nunca comprendido.
La vida siguió como sigue el río: Clara y Dani le escribían cada Navidad, siempre con fotos de gallinas felices. Y a veces, cuando Víctor cruzaba el pueblo bajo cielos rojizos, le parecía oír, entre risas lejanas y campanillas de feria, la promesa de una vida mejor que aquella que dejó escapar.







