La luz del atardecer doraba las fachadas cuando Maricarmen removía el cocido con gesto ausente. En la otra acera, entre geranios florecidos, Vicente limpiaba meticuloso su furgoneta.
—¡Maricarmen, mira ese hombre! —susurró la vecina Rosario, ladeando la cabeza hacia la valla—. Ni el mismísimo San José. Cada domingo flores en la iglesia para Felisa. Y el coche reluciente para llevarla al mercadillo. ¿Y el tuyo?
El cucharón tintineó contra el perol. A lo lejos, realmente se veía a Vicente del apartamento séptimo, plantando con ternura pimientos de padrón. Sobre el escaño, un ramo de claveles bermejos despedía aroma.
—Rosario, por favor —musitó Maricarmen, agotada—. Cada hogar tiene su cruz.
—¿Cruz? ¡Más bien mala sombra! —bufó la vecina, acomodándose en la silla de cocina—. Obsérvalo bien. El balcón parece sacado de un cuadro de Zuloaga. Idolatran a la mujer. Los nietos los lleva en bici cada finde. Y la Felisa va radiante. Ayer en la plaza me habló media hora de cómo Vicente le daba masajes en los pies.
Maricarmen torció el gesto. Vicente Martínez era, en efecto, el arquetipo. Toda la calle de las Lavanderas lo sabía. Él paliaba la nieve de los jubilados. Ayudaba con los muros, prestaba herramientas sin refunfuñar. Jamás alzó la voz.
—¿Y a mí qué? —apagó el fuego volviéndose—. Mi Paco también tiene su valor.
Rosario resopló con desdén.
—¡Valor! Ayer a las once puso un fandango que despertó a mi nieta. Y anteayer su furgoneta taponaba la calleja, el bueno de Pepe apenas pasó.
—Le fallaba el humor —defendió Maricarmen, aunque las excusas le sabían a cuento.
Paco no era un esposo modélico. Olvidaba aniversarios, dejaba cacharros sucios, gastaba medio sueldo en aparejos de pesca. Pero ella lo amaba así. Amaba sus torpes natillas cuando enfermaba, su ronquido sosegado, incluso los calcetines aborregados en el dormitorio.
Tras despedir a Rosario, salió a regar los tomates al patio. Desde el cercado vecino, una voz varonil se filtraba:
—Felisa, cielo, ¿te llevo un taburete? Las rodillas en la tierra…
—No, Vicente, reviso las fresas.
—Voy a poner el té. ¿Con limón o con membrillo?
—Con membrillo, corazón.
Maricarmen comparó aquello con la mañana: “¡Paco, desayuno!” —”¡Va!” —gritó él desde el cuarto de baño—. “¿Hay café?” —”Soluble en la alacena, búscalo”. “¿Pero dónde diablos…?”. Paco marchó sólo con té y su reproche silencioso por no ponerle la taza.
Al acostar a su nieta Lucía, notó un sollozo ahogado.
—¿Qué pasa, lucerito?
—Yaya… ¿Por qué el abuelo Vicente siempre da flores a Felisa? Mi yayo Paco nunca te trae nada.
Maricarmen arropó a la niña con manos temblorosas. La verdad infantil cortaba hondo.
—¿Tú quieres que me las dé?
—¡Sí! Tú eres buena, me lees cuentos y haces magdalenas.
No supo responder. Sólo un beso en la frente: “Duérmete, tesoro”.
Al encontrarse con Felisa en el supermercado, observó sus detalles. Uñas cuidadas. Vestido de lunares. Felicidad auténtica en sus ojos al elegir tomates.
—¡Maricarmen! ¿Qué tal? —sonrió Felisa—. Vicente hoy hace arroz caldoso. Dice: “descansa un poco, mujer”. Pero estaré vigilante, por si confunde el azafrán…
—Qué suerte tienes —dijo Maricarmen; la envidia punzó su voz.
—Suerte —asintió Felisa, pero su sonrisa se tornó bruma repentina—. ¿Y tu Paco? ¿Oí que compró un sedal nuevo?
—Sí. Cada sábado al Guadalquivir.
Regresó imaginando a Paco proponiéndole una escapada a Toledo. Pero en casa, él veía un partido con una caña. Botas de trabajo abandonadas. Un plato grasiento en el fregadero.
—Mari, ¿qué hay de cenar? —sin apartar los ojos de la pantalla.
—Cocido recalentado.
—¿Habrá carne?
—Croquetas en el congelador.
—Pues sácalas, que rugo más que un león del Circo Price.
Mientras calentaba la cazuela, imaginó a Vicente pelando ajos para Felisa. La rabia la inundó.
En la cena, Paco refunfuñó sobre su jefe, habló de carpas. Ella asentía sin oír hasta que estalló:
—Paco… ¿mañana vamos al cine? ¿O al Retiro?
Su marido alzó la mirada perplejo.
—¿Cine? ¿Se estrena algo interesante?
—No importa qué. Estar contigo.
—Es que mañana voy al río con Manolo. Otro día, ¿vale?
“Otro día” jamás llegaba. Siempre otra cosa más importante que su mujer.
Una tarde, en el banco de la corrala, Rosario era un abejarruz:
—¿Visteis? ¡Vicente compró lavadora con secadora a Felisa! Y ventanas dobles. Mi Rogelio sigue sin arreglar la gotera…
Maricarmen callaba, recordando su cumpleaños: “Un juego de cacerolas práctico” dijo Paco. Fútbol
Pero mientras Marina observaba a Vladimiro concentrado rascando la etiqueta de su botellín de cerveza, un gesto tan ordinario y tan suyo, comprendió por fin que la perfección radicaba en la autenticidad de sus gestos cotidianos, imperfectos pero sinceros. El brazo que él extendió sin mirar, buscando su hombro mientras ambos seguían absortos en la pantalla, le reveló una verdad sencilla: él era el marido perfecto, no para los ojos ajenos ni para las comparaciones, sino para sus propios corazones, que habían aprendido a latir en un compás único, fraguado en los pequeños detalles verdaderos.