El marido perfecto. Pero no para mí.

El Esposo Perfecto. Solo que no para mí —Marisol, ¡mírale! —susurró Carmen, la vecina, señalando hacia la vivienda de enfrente—. ¡Ese sí que es un verdadero marido! Le compra flores a su esposa cada semana, lavó el coche temprano para llevarla al trabajo. ¿Y el tuyo?

Marisol removía el gazpacho mecánicamente, sin apartarse de los fogones. Tras la ventana, efectivamente, asomaba la figura de Antonio, del séptimo portal, plantando tomates con cuidado mientras un ramo de rosas rojas descansaba junto al banco de piedra.

—Carmen, para ya —repuso Marisol con voz agotada—. Cada cual tiene su vida.

—¿Qué vida? —se indignó la vecina, sentándose a la mesa de la cocina—. ¡Obsérvale bien! Su parcela parece de postal, venera a su mujer, pasea a los nietos en bici cada fin de semana. ¡Y Sole estará radiante! Ayer coincidí con ella junto al mercado, me contó media hora cómo Antonio le da masajes en los pies por las noches.

Marisol hizo una mueca. Antonio Gutiérrez era efectivamente un esposo ejemplar. Todas las vecinas comentaban sobre ello. Siempre quitaba la nieve primero de su jardín y luego del de los jubilados ayudaba a arreglar vallas, prestaba herramientas y jamás levantaba la voz a Soledad.

—¿Y qué saco yo de eso? —Marisol apagó el fuego y se volvió—. Mi Vicente también es buena persona.

Carmen resopló.

—¡Buena persona! Anoche enchufó la música a todo volumen a las once, mi nieta se despertó y lloró hasta el amanecer. Anteayer bloqueó la calle con su vehículo, Pedro apenas pudo pasar.

—Es que estuvo de mal humor —se defendió Marisol, sabiendo que las excusas sonaban débiles.

Vicente realmente no era el esposo perfecto. Podía olvidar cumpleaños, dejar platos sucios en el fregadero toda la semana, gastar casi el sueldo en equipos de pesca. Pero Marisol le quería tal como era. Amaba sus torpes intentos de prepararle el desayuno cuando enfermaba. Amaba su respiración pausada mientras dormía. Hasta su costumbre de esparcir calcetines por el dormitorio.

Tras la partida de Carmen, Marisol salió a regar los pepinos. Tras la valla llegaban las voces tenues de Antonio y su esposa.

—Soledad, ¿te saco una silla? No te arrodilles en tierra, dañarás la espalda.

—No hace falta, Antonio, reviso las fresas rápido.

—Entonces preparo el té. Miel o limón?

—Con miel, cielo.

Marisol comparó ese diálogo con el de aquella mañana con Vicente.

—¡Vicente, desayuno listo!

—¡Ahora! —gritó él desde el baño, añadiendo—: ¿Hay café?

—Soluble en la alacena, lo encuentras tú.

—Pero dónde está…

Finalmente, Vicente salió hacia la oficina solo con té, pues buscar café le daba pereza. Marisol se reprochó todo el día no haberle servido su taza antes.

Por la noche, acostando a su nieta Carla, de visita en vacaciones, Marisol escuchó un suspiro infantil.

—¿Qué ocurre, cariño?

—Abuela, ¿por qué Antonio, el vecino del séptimo, regala flores cada día a Soledad? Mi abuelo Vicente jamás te regala nada.

Marisol se sentó en la cama, arreglando la colcha.

—¿Te gustaría que él me regalase flores?

—¡Sí! Eres amable, me lees cuentos y horneas galletas. ¿Por qué no te da nunca nada?

La verdad infantil resonó especialmente dolorosa. Sin palabras para la niña, Marisol la besó en la frente musitando: —Duérmete, cielo.

Al encontrarse con Soledad Gutiérrez en el mercado al día siguiente, Marisol la estudió. Soledad irradiaba felicidad. Arreglada, con un bonito vestido estival y un peinado cuidadoso.

—¡Hola, Marisol! ¿Cómo vas? —sonrió Soledad mientras seleccionaba tomates.

—Bien, ¿y tú?

—¡Magnífica! Hoy Antonio decidió guisar cocido. Dice: “Esposa, descansa”. ¿Te imaginas? —Soledad rió—. Claro, vigilo por si confunde sal con azúcar.

—Qué suerte tienes con tan buen marido —vociferó Marisol, una pincelada de envidia en el tono.

—Suerte, sí —asintió Soledad, pero su rostro adquirió un aire reflexivo—. ¿Y tu Vicente? Supe que adquirió una nueva caña de pescar.

—Así es. Cada fin de semana al río Guadalquivir.

Al separarse, Marisol reflexionó durante el camino sobre lo hermoso que sería si Vicente propusiese descansarle o cocinar. Mas en casa aguardaba la escena habitual: Vicente ante la tele con una lata de cerveza, sus botas de trabajo tiradas y un plato sucio de tortilla en el fregadero.

—Marisol, ¿qué hay para cenar? —preguntó él sin mirar.

—Revisito el guiso de ayer —respondió ella guardando las botas—.

—¿Tendrá carne?

—Hay croquetas en el congelador.

—Sácalas entonces, que estoy hambriento como un lobo.

En tanto preparaba la cena, los pensamientos sobre Antonio martilleaban la cabeza de Marisol. Él probablemente ayudaba entonces en la cocina, colocando la mesa, preguntándole a Soledad si estaba fatigada.

Durante la cena, Vicente relató problemas laborales, quejas del jefe y planes de pesca. Marisol asentía maquinalmente. Hasta que estalló:

—Vicente, ¿iremos juntos mañana al cine? ¿Dar un paseo por Sevilla?

Su marido la miró extrañado.

—¿Al cine? ¿Hay alguna película interesante?

—No sé, veremos qué hay. Solo pasar tiempo juntos.

—Ya tengo planes con Sergio para el Guadalquivir. Conoce un buen sitio para la lucio. Otro día, ¿vale?

Ese “otro día” jamás llegaba. Vicente siempre hallaba compromisos más importantes que compartir con su esposa.

Una tarde, sentada en el banco comunitario con las vecinas, Carmen, como siempre, elogiaba a los Gutiérrez.

—Chicas, ¿habéis visto? ¡Antonio compró lavadora nueva a Soledad! Modernísima, con secado nuevo. Además, encargó nuevas ventanas plásticas para que ella no pasara frío.

—Les envidio —susurró Teresa—. Mi Esteban solo promete. Hace medio año sobre el tejado, pero cae agua aún en el cubo.

—¿Recordáis el aniversario de boda de los Gutiérrez la semana pasada? —intervino otra vecina, Gloria—. Antonio alquiló un restaurante, treinta invitados. Soledad irradiaba como una princesa, vestido nuevo. ¡Y su discurso tan conmovedor! La mitad sollozaba.

Marisol callaba, recordando su último cumpleaños. Vicente le regaló un juego de ollas: “Práctico, útil”. Sin cena romántica.
Y mientras el créditos del programa rodaban, Marina posó su cabeza en el hombro de Vladímir, sonriendo al pensar que su amor, con todas sus imperfecciones y sinceridad sin artificios, era el tesoro perfecto para ella.

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MagistrUm
El marido perfecto. Pero no para mí.