El marido opina que soy una mala administradora tras hablar con su madre

Hace poco más de un año que me casé con Javier. Antes estuvimos saliendo casi tres años, y parecía que nos conocíamos al dedillo. Pero descubrimos que la verdadera prueba no son los momentos románticos bajo la luna, sino convivir día a día. Antes vivíamos separados: yo en Madrid, él con sus padres en las afueras. Yo siempre me negué a vivir juntos antes del matrimonio. Creía que si alguien te ama de verdad, esperará. Javier esperó. Pero, por desgracia, no tuvo paciencia para más.

En cuanto empezamos a vivir juntos, el romance se esfumó. Solo quedaron facturas, limpieza y quejas sin fin. Y lo más doloroso: no solo venían de mi marido, sino también de su madre.

Javier es temperamental, terco y, resulta, bastante anticuado. Para él, una mujer no solo debe trabajar, sino ser como una diosa de mil brazos: cocinar cocido madrileño, fregar suelos, planchar la ropa y, además, sonreír como en un anuncio.

Intenté explicarle que vivimos en el siglo XXI, que yo también tengo un trabajo, cansancio, días malos. No puedo convertirme en una asistenta tras ocho horas frente al ordenador. Él no lo entendió. Para él era obvio: limpiar es obligación de mujer, como la cocina.

Los primeros meses aguanté en silencio. Creí que era cosa de adaptarnos. Limpiaba como podía, cocinaba y, si no llegaba, pedía comida a domicilio. Pero un día, Javier llegó del trabajo con cara de pocos amigos, se sentó en la cocina y, sin mirarme a los ojos, soltó:

—Mi madre y yo hemos hablado… y concluimos que como ama de casa no das la talla. No te esfuerzas. Hay que limpiar más y cocinar mejor. Como ella lo hace.

Me quedé helada. No es que él estuviera descontento, sino que había consultado a su madre, hablado de mí con ella, y juntos me habían sentenciado. Según ellos, no valgo. No estoy a la altura.

¿Y qué hay del hecho de que aporto la mitad del sueldo a la casa? ¿De que trabajo sin parar y también quiero llegar a un piso limpio, donde nadie me critique, sino que me reciban con una cena caliente… pero no hecha por mí, sino para mí?

Se queja de que nada es “como lo hace su madre”. Claro que no. Su madre está jubilada, tiene todo el día libre, sin reuniones ni proyectos urgentes. Yo vivo corriendo. Pero me esfuerzo. Ayer, por ejemplo, estuve dos horas cocinando, y él dijo que las croquetas “no estaban lo suficientemente crujientes”.

Por cierto, él tampoco se apresura a hacer lo que le toca. La bombilla del pasillo lleva tres semanas fundida. El grifo del baño gotea, y ni caso. Pero eso, según su lógica, son “tonterías”. En cambio, si hay polvo en el salón, es el fin del mundo.

Una vez no pude más y le propuse un trato: dejaría mi trabajo para ser la ama de casa perfecta. Cocinaría, limpiaría, plancharía camisas. Pero entonces él tendría que cubrir todos los gastos.

Su respuesta fue:
—¿Y por qué iba yo a mantenerte así, sin más?

O sea, quiere una esposa perfecta… pero sin invertir nada. Que trabaje, limpie, cocine, sonría y encima dé las gracias por el privilegio de vivir con él. Si no, divorcio. Según él, no hay otra solución.

Pero yo no veo sentido en seguir así. El amor no es esclavitud. Estoy dispuesta a ceder, pero no a anularme. No soy su criada, su cocinera gratis, ni mucho menos un tema de debate entre madre e hijo. Soy una mujer. Y merezco respeto. No regañinas de un marido que aún no ha madurado.

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