El marido le dijo a su esposa que se había cansado de ella, ¡y ella cambió tanto que ahora él se aburre de ella!

Mi marido me dijo, con una voz cansada, que estaba hastiado de mí; yo, a mi vez, cambié tanto que él también se cansó de mí.

Casi dos años atrás escuché de la boca de mi esposo una frase que jamás podré borrar: «Vives con tanta previsibilidad que me aburro de ti». Javier creía que nuestra vida resultaba monótona, pero a mí me bastaba. Cada mañana me despertaba temprano, desayunaba tostada con tomate, hacía ejercicios y me vestía para el trabajo. Lo primero que hacía era preparar a Javier para que saliera a la oficina a las ocho, y después me alistaba yo. Todas las comidas las cocinábamos en casa; guardaba en tarros el segundo desayuno tanto para él como para mí. Cada tarde, al volver del trabajo, pasaba por el supermercado del barrio y después me dedicaba a cocinar, limpiar y lavar la ropa. Antes de dormirme, veíamos una película y nos acostábamos.

Estaba convencida de que tenía la razón. Todo era perfecto: mi marido estaba bien arreglado y bien alimentado, la casa estaba impecable y cómoda. ¿Qué más podía pedir? Cada sábado hacía una limpieza a fondo de toda la vivienda, horneaba algún dulce típico y preparaba la comida del domingo. Por la noche invitábamos a los amigos a casa o salíamos al centro de Madrid a tapear. Los domingos, visitábamos a nuestros padres; la mañana en la casa de mi madre en Getafe y la tarde en la de mi padre en Alcalá. Les ayudábamos con los quehaceres, charlábamos y disfrutábamos del tiempo en familia.

Al anochecer descansábamos en nuestro hogar. Nunca discutíamos, nunca gritábamos. En casa reinaba la armonía y la tranquilidad. Pero un día Javier proclamó que estaba cansado de mí. Se pasó varias horas explicándome su descontento y comparándose con sus compañeros, que vivían al pie del cañón, se divertían sin reservas y se sentían realizados. «Nosotros ni siquiera discutimos», decía. Esa misma tarde, simplemente se marchó.

Yo estaba plenamente satisfecha con nuestra vida y no quería cambiar nada. Sin embargo, por el bien de mi querido marido, estaba dispuesta a todo, incluso a transformarme. Primero decidí renovar mi imagen. Me deshice de la ropa que tenía en el armario, fui de compras y, con el dinero que habíamos ahorrado para la reforma del piso, adquirí varios conjuntos modernos. Me corté el cabello a la altura de los hombros y le cambié el color a un tono más audaz. No quería pasar desapercibida. Después busqué un nuevo empleo, no en la oficina, sino como organizadora de eventos. Gracias a ese trabajo descubrí un sinfín de actividades originales.

Una semana después, Javier volvió y quedó sorprendido con lo que vio. Desde entonces le prometí que cambiaríamos radicalmente nuestra forma de vivir. Y así fue. Desde entonces rara vez nos quedábamos en casa. Siempre estábamos en marcha, viajando y conociendo gente interesante. Cada noche salíamos a un bar de copas, a una terraza de la Gran Vía, a una casa de amigos o a cualquier otro sitio. Podíamos ir de campamento a la sierra de Guadarrama, pedalear en bicicleta por el Parque del Retiro, remar en kayak por el río Manzanares o pasar un fin de semana en Valencia.

Pasaron varios meses de esta vida sin aburrimiento y Javier empezó a decir que de repente anhelaba la calma, la tranquilidad, simplemente sentarse en casa. Resultó que extrañaba las comidas caseras y mis pasteles. Ya no tenía tiempo para quedarme en la cocina. Me había transformado tanto que él dejó de extrañar mi compañía.

Una semana más tarde, Javier me informó que no podía seguir con aquel ritmo tan intenso. Quería volver a los viejos y buenos tiempos, a la serenidad, al calor del hogar. Deseaba pasar las noches en casa y los fines de semana ir a casa de los padres a comer platos caseros, no comidas de entrega a domicilio.

Yo, sin embargo, ya no estaba interesada en regresar. Había luchado por adaptarme a las obligaciones de la vida adulta, y ahora no quería volver atrás ni abandonar todo lo que había conseguido. Mi estilo de vida actual me satisfacía. Aunque apreciaba mi vida anterior, no la cambiaría. Cuando Javier insistió en restaurar todo como antes, surgió una verdadera bronca.

Al final, la situación se salió de control: se rompieron platos, llamaron los vecinos y la policía. Javier se marchó con sus cosas a casa de su madre, pensando que volvería a encontrarme como antes. Pero eso sería demasiado fácil. No somos personajes de una película que pueden transformarse a su antojo. Cuando Javier regresó, encontró sobre la mesa papeles de divorcio y una nota que decía que me aburría y que no podía seguir viviendo con él.

Esta historia me enseñó que la búsqueda constante de novedad puede acabar agotando a quien amamos, y que la verdadera felicidad reside en encontrar un equilibrio entre la rutina y la aventura, sin perder la esencia de quienes somos.

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El marido le dijo a su esposa que se había cansado de ella, ¡y ella cambió tanto que ahora él se aburre de ella!