El Lugar Donde Reside el Corazón

Vivía solo.

Su casa se alzaba apartada, un poco más allá del pueblo, tras la colina donde una vez se extendía una calle con un nombre peculiar: Apendicitis. Siete casas, dispuestas en semicírculo sobre la loma, como guardianes adormilados.

Cuando empezó aquella migración rural, cuando la gente huyó a las ciudades, abandonando la tierra, olvidando sus raíces, la calle quedó desierta. Las casas se derrumbaron, las desmontaron para leña, se pudrieron… Solo una quedó en pie.

Una. Como un diente arrancado que perdura en la boca de una anciana centenaria.

Allí había vivido los últimos siete años Nicolás Herrera.

Aunque… para ser exactos, no estaba completamente solo. Junto a él estaba Enredadera, un perro negro con manchas blancas, patas cortas, una cola enroscada como un anillo, orejas puntiagudas y ojos como carbones. Lo entendía todo, pero no hablaba. Un verdadero compañero. Un verdadero hombre, solo que con piel de perro.

En la ciudad, Nicolás tenía familia. Una esposa que era como una extraña, fría. Las palabras apenas les alcanzaban para un mes. Una hija ya adulta, que antes se aferraba a él, que no daba un paso sin él, pero que ahora había desaparecido de su vida como por arte de magia. Había nacido un nieto, pero no se enteró por boca de su hija, sino por una vecina de casualidad.

Cuando el corazón le dio un susto serio, el médico solo sacudió la mano:

—Necesita silencio, naturaleza. ¿Tiene algún lugar así? Si quiere, le recomiendo un sanatorio.

Nicolás pensó en la casa de sus padres. La respuesta fue sencilla:

—Sí, lo tengo. Allí está todo lo mío.

Se lo dijo a su mujer, por formalidad. Ella solo se tocó la sien como diciendo: «Estás loco de remate».

No discutió. Se fue solo.

Segó las malas hierbas, arregló el tejado, reconstruyó el porche. Rehízo el horno y llamó a un viejo amigo, con quien de niño cortaban ortigas como si fueran bandoleros. La casa revivía. La casa respiraba.

Incluso creía escuchar, en algún rincón, el chasquido de lengua de su madre, y el gruñido grave y aprobador de su padre.

Encaló el horno, pintó el porche de color cereza, puso barandas talladas. Una belleza.

Pasó el invierno. Calentó su alma. Ni su mujer, ni su hija… ni una llamada, ni una carta. Solo en primavera alguien dejó a Enredadera en su puerta. Desde entonces, iban los dos.

El verano era libertad. Por las mañanas, al bosque. Nicolás con su cesta, Enredadera a su lado. Hablaban sin palabras, con la mente. Nicolás, como le enseñó su abuela, saludaba al bosque: una reverencia, pedía permiso. Así se lo enseñaron: no arrojes palabras al viento, porque se las llevará y no alcanzarás a tu conciencia.

Nicolás era callado. Quizás por eso no funcionó en familia. Era demasiado silencioso, demasiado honesto.

Y así hubiera seguido todo, si no llega a ser por ellos.

Llegaron en coches caros, con papeles, con planes. Su terreno era el más bonito. Con vistas.

La casa estorbaba. La única casa.

—Nicolás Herrera, comprenda. Le daremos un piso en la ciudad, una compensación. Todo civilizado. —Sonriente, voz untuosa, le dio una palmadita en el hombro.

Nicolás apartó su mano. Lo miró fijamente:

—Esta es la casa de mis antepasados. Aquí nací. Aquí moriré. Este es mi lugar de fuerza.

—Bueno… si es así —la sonrisa se desvaneció—, será por las malas.

Juicio. Papeles. Sentencia. La casa, a demoler.

Nicolás calló. Pero sus ojos… cambiaron. No se volvierEl tractor nunca volvió, y con el tiempo, la tierra olvidó el ruido de los planes mientras el corazón de Nicolás seguía latiendo entre las raíces del viejo cerezo.

Rate article
MagistrUm
El Lugar Donde Reside el Corazón