**La Llamada del Corazón**
«Siguiente», anunció la enfermera cuando salió otro paciente del consultorio de la doctora Diana Fernández.
«Buenas tardes», saludó Javier con una sonrisa educada antes de sentarse frente al escritorio.
«Buenas tardes», respondió Diana. Era joven y le resultaba extraño que la llamaran por su nombre de pila, aunque la enfermera siempre lo hacía.
Al levantar la mirada, sus ojos chocaron con una mirada gris que le era familiar. El corazón le dio un vuelco, pero supo contenerse.
«¿Javier?» Era su antiguo compañero del instituto, con quien había compartido tantos momentos.
Cuando Diana se marchó a Madrid para estudiar medicina, Javier se quedó en su pueblo. Su padre estaba enfermo, y aunque intentó entrar en la universidad, no lo consiguió, y los estudios privados eran demasiado caros. Su madre había fallecido seis años atrás, así que vivía solo con su padre.
Ahora tenía delante a un Javier más maduro, incluso más atractivo. Diana dudó que estuviera realmente enfermo, pero preguntó con profesionalidad:
«¿Qué te trae por aquí? Dime».
«Me duele el corazón cada vez que te veo», contestó él, sonriendo.
«Bueno, yo me voy», dijo la enfermera, lanzándole una mirada elocuente a Javier. «Total, ya era el último paciente». Y se marchó.
«Diana, vine porque me estás evitando. Necesito hablar contigo. Salgo de viaje en dos días y estaré fuera quince días. Sé lo que vas a decir: que estoy casado, que tengo hijos…».
En el instituto, entre ellos hubo algo especial. Iban y venían juntos, salían al cine, paseaban. Todos daban por hecho que acabarían juntos, pero la vida decidió otra cosa.
En aquel entonces, Lucía, una chica de otra clase, no dejaba en paz a Javier. Lo esperaba a la salida, lo seguía, pero él solo tenía ojos para Diana.
«Javi, al final serás mío. ¿Sabes esa canción? “No podrás escapar, te enamorarás, al final serás mío”», le canturreaba Lucía entre risas.
Diana se fue a estudiar medicina, mientras Javier se quedó, trabajando y sacándose el carnet de camionero. Luego vino la mili. Con Diana apenas se veían, pues ella casi no volvía en vacaciones.
Pero cuando Javier regresó del servicio militar, Lucía reapareció. Trabajaba en una frutería, le gustaba la fiesta y bebía demasiado. Una noche, en el cumpleaños de su amigo Álvaro, Lucía se sentó a su lado y, cada vez que él salía a fumar, le añadía vodka a su vino sin que se diera cuenta.
«Tío, estás hecho polvo», le dijo Álvaro. «Voy a llamarte un taxi».
Lucía se ofreció: «Yo lo llevo, ya llamé uno».
Al día siguiente, Javier despertó en su casa, pero con Lucía a su lado. No recordaba nada. Ella se rio cuando su madre entró en la habitación.
«¡Vaya sorpresa! Lucía, ya veo que tienes visita».
Lucía se burló: «Mamá volvió del turno de noche. Con lo que disfrutamos anoche… Javi, ahora tienes que casarte conmigo».
Javier, con resaca y confundido, se marchó. Era un hombre decente y aún quería a Diana. Pero Lucía anunció poco después que esperaba un hijo, y no tuvo más remedio que casarse.
Cuando Diana se enteró, aceptó la proposición de su compañero de carrera, Adrián, que llevaba tiempo insistiendo. Se casaron, pero algo no encajaba.
«No creo que ame a Adrián», pensaba. Su matrimonio era frío, distante. Él siempre ocupado, sin tiempo para hijos.
Un día, una joven embarazada llamó a su puerta. «Buenas tardes. Soy la amante de su marido. Él me prometió que se divorciaría de usted».
Diana cerró la puerta y lloró… pero no por mucho tiempo. «Algo así ya lo sospechaba», pensó. Al día siguiente, inició el divorcio y regresó a su pueblo, donde empezó a trabajar en el ambulatorio local.
Javier y Lucía vivían en un piso heredado de la abuela de ella. Tenían dos hijos, pero su matrimonio era un desastre. Lucía bebía, salía de noche y descuidaba a los niños.
«Javi, tu mujer anda por ahí con cualquiera», le decía su madre. Pero Lucía se jactaba: «Nunca me dejará. Tiene dos hijos conmigo».
Un día, Javier fue a ver a Diana. «Necesito hablar contigo». Se fueron a un café.
«Cuando vuelva, pediré el divorcio. Esto no es vida. Lucía ni siquiera es una madre decente».
Diana escuchó, pero no prometió nada.
Tres días después, mientras Diana atendía en su consulta, llegaron trabajadores sociales.
«Doctora, necesitamos que nos acompañe. Unos niños llevan solos demasiado tiempo».
Para su sorpresa, la dirección era la casa de Javier. Los niños, sucios y hambrientos, estaban abandonados.
«Me los llevo yo», dijo Diana sin dudar.
Sus padres se sorprendieron, pero accedieron. Sabían quién era el padre.
Cuando Javier regresó, todo cambió. Ahora viven juntos, criando a los niños… y a una niña más que llegó después.
**Lección:** A veces, el corazón sabe cuándo volver a casa.