El Llamado del Corazón

La Llamada del Corazón

—¡Siguiente! —gritó la enfermera cuando salió otro paciente del consultorio de la doctora Adriana Martínez.

—Buenas tardes —saludó Javier, sonriendo con educación antes de sentarse frente a ella.

—Buenas tardes —respondió Adriana. Era joven y le resultaba extraño que la llamaran por su apellido, solo la enfermera lo hacía.

Al levantar la vista, sus ojos se encontraron con una mirada familiar, gris como el cielo de Madrid. Su corazón latió más rápido, pero se contuvo.

—¿Javier? —Era su antiguo compañero del instituto, con quien había compartido años de amistad.

Cuando Adriana se marchó a Barcelona para estudiar Medicina, Javier se quedó en su pequeño pueblo. Primero, porque su padre estaba enfermo, y segundo, porque no pudo ingresar en ninguna universidad. Su familia no tenía dinero para pagar estudios privados. Su madre había fallecido seis años atrás, y vivían solo él y su padre.

Ahora, frente a ella, estaba un Javier más maduro, aún más atractivo. Dudó que su visita fuera por motivos de salud, pero preguntó con profesionalidad:

—¿Qué te trae por aquí?

—Me duele el corazón cada vez que te veo —respondió él, sonriendo.

—Ay, pues yo me voy —dijo la enfermera, lanzando una mirada cómplice antes de salir. Era el último paciente del día.

—Adriana, vine porque me evitas. Necesito hablar contigo. Dentro de dos días salgo de viaje en un convoy y estaré fuera dos semanas. Sé lo que vas a decir: que estoy casado, que tengo hijos…

En el instituto, Adriana y Javier habían sido inseparables. Iban y volvían juntos, salían al cine, paseaban. Todos daban por hecho que acabarían juntos, pero la vida decidió otra cosa.

En aquella época, Lucía, una chica de otra clase, no dejaba en paz a Javier. Lo esperaba a la salida, lo perseguía, pero él solo tenía ojos para Adriana.

—”Javi, al final serás mío. Como dice la canción: ‘No podrás escapar, te enamorarás y te casarás conmigo'”, le canturreaba Lucía entre risas.

Adriana se fue a estudiar, y Javier se quedó. Trabajó y sacó el carnet de conducir para ser camionero. Más tarde, hizo el servicio militar. Con Adriana apenas se veían; ella casi no volvía al pueblo.

Pero Lucía no se rindió. Trabajaba en una frutería, era vivaracha y le gustaba la fiesta. Una noche, en el cumpleaños de su amigo Álvaro, Lucía se sentó junto a Javier. Cada vez que él salía a fumar, ella le añadía vodka a su vino sin que se diera cuenta.

—”Estás muy bebido —le dijo Álvaro—. Te llamo un taxi.”

—”Yo me encargo —intervino Lucía—, ya lo he pedido.”

Pero en vez de llevarlo a su casa, lo llevó al suyo. Su madre trabajaba de noche. Lo acostó y se tumbó a su lado. A la mañana siguiente, Javier despertó confundido. Lucía se rio cuando entró su madre:

—”¡Vaya sorpresa! Bueno, ya sabes lo que toca, ¿no? Mi madre nos ha pillado juntos.”

Javier, hombre de honor y aún enamorado de Adriana, se vio atrapado. Poco después, Lucía anunció que esperaba un hijo, y no tuvo más remedio que casarse.

Cuando Adriana se enteró, aceptó la propuesta de matrimonio de un compañero de la facultad, Daniel, quien llevaba años insistiendo.

—”No sé si lo quiero —pensaba Adriana—. Nuestro matrimonio no es real. Trabajamos en hospitales distintos, apenas nos vemos.”

Daniel no era el hombre que ella soñaba. Frío, siempre ocupado, sin interés en tener hijos.

—”No es el momento —decía—. Hay que ganar dinero primero.”

Aunque su suegro los ayudaba económicamente, Daniel evitaba el tema.

Seis años después, una joven embarazada llamó a su puerta:

—”Soy la amante de tu marido. Va a dejarte por mí.”

Adriana no se sorprendió. Al día siguiente, inició el divorcio y regresó a su pueblo, donde empezó a trabajar en el ambulatorio.

Javier, por su parte, vivía en una casa heredada por Lucía. Tenían dos hijos, pero su vida era un infierno. Ella bebía, descuidaba a los niños y salía de fiesta. Su madre los cuidaba a escondidas.

—”Javi, esa mujer te deshonra —le decía su madre—. Todo el pueblo habla.”

Pero Lucía se jactaba:

—”No me dejará. Tiene dos hijos que adora.”

Un día, Javier fue al ambulatorio decidido a hablar con Adriana.

—”No podemos hablar aquí —dijo ella—. Vamos a la cafetería.”

Allí, él confesó su intención de divorciarse.

—”Lucía no es una madre ni una esposa. Duermo en otra habitación porque no confío en ella.”

Adriana escuchó en silencio.

—”Adriana, espera a que vuelva. Arreglaré todo.”

Tres días después, mientras Adriana atendía, llegaron trabajadores sociales.

—”Hay denuncias de niños solos en una casa —explicaron—. Necesitamos que nos acompañe.”

Para su sorpresa, era la casa de Javier. Los niños, sucios y hambrientos, llevaban dos días solos.

—”Me los llevo yo —decidió Adriana sin dudar—. Hasta que vuelve su padre.”

Sus padres, aunque sorprendidos, aceptaron. Sabían que Javier siempre había sido el amor de su hija.

Y así fue. Hoy, Javier y Adriana viven felices en una casa con tres hijos: los dos de él y una niña en común. El corazón, al fin, había encontrado su camino.

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