El legado del vacío y el espejo del alma: confesiones desde la vejez

**Herencia para el vacío y espejo para el alma: confesión de una abuela en la residencia de mayores**

Ay, nieta, siéntate más cerca, te contaré una historia de mi vida. Ya estoy aquí, en esta residencia para mayores, pero la memoria me lleva a menudo a aquel día en que reuní a mis hijos para leerles el testamento. Eran cinco, cada uno con una mirada distinta: unos impacientes, como en una estación esperando un tren que los lleve a una vida mejor; otros, quietos, como si estuvieran y no estuvieran.

Olga, la mayor, con su blusa de seda y su pulsera reluciente, no dejaba de mirar el reloj. Tenía una reunión importante en el centro, ya sabes cómo es ella: contactos, negocios, siempre ocupada. Pedro, el segundo, ajustaba su corbata mientras hablaba de algún trato crucial, guiñándome un ojo como cuando vino con aquel “proyecto de cría de caracoles”.

Irene estaba callada en un rincón, agobiada por la hipoteca, los niños enfermos y un marido que apenas llegaba a fin de mes. Y Demetrio, el mayor, frío como siempre, distante. Solo Quirino, el más joven, permanecía apartado, sin mirar a nadie, como si no quisiera estar allí.

Los observé, frente a los cinco sobres que tenía sobre la mesa. Sabía que debía ser clara, sin rodeos legales.

—Para cada uno hay una carta con mi última voluntad —dije.

Tomé el primer sobre y se lo di a Olga. Segura de sí misma, lo abrió esperando documentos, dinero, herencia. Pero estaba vacío, solo un pequeño espejo. Su expresión cambió: desconfianza, rabia, decepción.

—¿Esto es una broma? —susurró.

—Es todo lo que quería dejarte —respondí en voz baja—. Puedes mirarte en él.

Recordé cuando me rompí la cadera el invierno pasado y le pedí que me trajera algo de comida. Dijo que estaba deprimida, que no podía, pero luego subió fotos de una cena en un restaurante elegante. Siempre con sus dramas, pero solo cuando le convenía.

Pedro abrió su sobre, vio el espejo y frunció el ceño.

—¿Quieres decir que no nos dejas nada? —gruñó—. ¡La ley está de nuestra parte!

Lo miré con firmeza:

—¿Recuerdas cuando vendiste el Seat 600 de tu padre por una miseria y luego alguien lo revendió por una fortuna? No solo me robaste dinero, robaste la memoria de tu padre. Mírate en el espejo, quizá veas a un ladrón, no a un empresario.

Se puso de pie, gritando, amenazando con abogados, pero yo me mantuve firme.

Irene, al ver la escena, rompió a llorar, jurándome amor, pero ya conocía su juego.

Tomé su sobre. Sus manos temblaban al ver el espejo.

—¿Por qué? ¡Yo siempre estuve ahí! —suplicó.

—Solo para lloriquear —dije—. ¿Recuerdas cuando pediste dinero para “operar” a tu hijo? Estaba sano, os fuisteis de vacaciones. Tu pena era solo teatro.

Demetrio, que nunca pidió ni dio nada, ni siquiera lloró en el funeral de su padre, abrió su sobre en silencio.

—¿Y qué hice mal? —preguntó.

—Nada. Solo no estuviste —respondí—. Nunca cuando te necesité.

Al final, Quirino, el único que no quiso tomar su sobre, lo abrió con recelo. Dentro no había espejo, sino el testamento verdadero: la casa, las cuentas, todo era suyo.

Él nunca me vio como un problema o una herencia. Solo me quiso.

Miré sus caras: ira, sorpresa, resentimiento.

—La justicia no existe —dije—, se hace. Y hoy la he hecho yo.

Y les pedí que se fueran.

Así, nieta, la vida pone todo en su lugar. A veces, lo más valioso que puedes dejar es un espejo para mirar la verdad. Otras, el amor que no se compra con dinero.

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