**Herencia para el vacío y espejo para el alma: confesión de una abuela en la residencia**
Ay, nieta, siéntate aquí, que te voy a contar una historia de mi vida. Ahora estoy en esta residencia de mayores, pero la memoria me lleva de vuelta al día en que reuní a mis hijos para leerles el testamento. Eran cinco, y cada uno me miraba de forma distinta: unos impacientes, como en una estación esperando el tren a una vida mejor; otros, callados, como si estuvieran y no estuvieran.
María, la mayor, con su blusa de seda y su pulsera reluciente, no paraba de mirar el reloj —tenía una reunión importante, claro, en pleno centro de Madrid, ¿qué más da lo demás?—. Pedro, el segundo, ajustaba su corbata mientras hablaba de algún negocio crucial y me guiñaba un ojito, igual que cuando vino con aquel “proyecto de cría de caracoles”.
Irene estaba en un rincón, apagada, con la hipoteca, los niños enfermos y un marido que apenas llegaba a fin de mes. Diego, el mayor, callado como siempre, frío y distante. Y al final, Carlos, el pequeño, sentado aparte, sin mirar a nadie, simplemente allí.
Los observé a todos, y luego a los cinco sobres sobre la mesa. Sabía que tenía que ser directa, sin rodeos legales.
—Para cada uno hay una carta mía, mi última voluntad —dije.
Cogí el primer sobre y se lo tendí a María.
Segura de sí misma, lo abrió de un tirón, esperando documentos importantes, herencias, dinero… Pero dentro solo había un pequeño espejo. Su cara cambió al instante: incredulidad, rabia, decepción.
—¿Esto es una broma? —susurró.
—Es todo lo que quería dejarte —contesté en voz baja—. Puedes mirarte.
Recordé cuando me rompí la cadera y le pedí que me trajera algo de comida. “No puedo, mamá, estoy agobiada con el trabajo”, dijo. Pero esa misma noche subió fotos en un restaurante de lujo. Ay, qué vida tan dura la suya…
Pedro abrió su sobre, vio el espejo y frunció el ceño.
—¿Quieres decir que no nos toca nada? —gruñó—. ¡La ley está de nuestra parte!
Lo miré con severidad.
—¿Recuerdas cuando vendiste el Seat 600 de tu padre por cuatro perras y luego lo revendieron por una fortuna? No solo me robaste dinero, robaste su memoria. Mírate en el espejo, a ver si ves a un empresario o a un ladrón.
Saltó, gritó, amenazó con abogados, pero yo me mantuve firme.
Irene, entre lágrimas, intentó convencerme de su cariño, pero ya sabía que era teatro.
Le di su sobre. Con manos temblorosas, vio el espejo.
—¿Por qué? ¡Yo siempre estuve ahí! —suplicó.
—Solo para llorar por ti misma —dije—. ¿Recuerdas cuando pediste dinero para el “tratamiento” de tu hijo? Resultó que estaba sano, y os fuisteis de vacaciones. Tu pena era puro teatro.
Diego, que nunca pidió ni dio nada, ni siquiera lloró en el funeral de su padre, abrió su sobre en silencio. También vio el espejo.
—¿Y qué hice mal? —preguntó tranquilo.
—Nada. Solo no estuviste —respondí—. Nunca.
Y al final, Carlos. No quería abrir su sobre, me rogó que no lo hiciera. Pero insistí.
—Tienes que hacerlo, hijo.
Lo abrió. Y dentro no había un espejo, sino el testamento verdadero: la casa, las cuentas, todo para él.
Fue el único que no me vio como un problema o una cartera con patas. Estuvo a mi lado porque me quería.
Miré sus caras: rabia, sorpresa, decepción.
—La justicia no existe —dije—, se hace. Y hoy la he hecho yo.
Y les pedí que se fueran.
Así es, nieta. La vida pone a cada uno en su sitio. A veces, lo más valioso que puedes dejar es un espejo para mirar la verdad a los ojos. Otras, el calor y el amor que no se compran con dinero.