EL LATIDO DEL RENACER

**EL CORAZÓN VUELVE A LATIR**

Nunca supe quién era el padre de mi Verónica, mi pequeña. Fue un desliz antes del matrimonio, como quien dice. Claro, había un joven que me cortejaba con ahínco. Nunca habló de boda, pero era tan guapo y educado que me dejaba llevar.

Yo paseaba orgullosa de su brazo por delante de las “girasolas”, esas ancianas que se sentaban a la puerta del edificio, girando la cabeza como girasoles al sol para seguir con la mirada a todo el que pasaba.

Él no trabajaba, prefería vivir como una mariposa, sin preocupaciones. Yo le daba de comer, le cuidaba, le tendía una alfombra de flores a sus pies. Hasta que un día me dijo que se aburría conmigo, que no le valoraba lo suficiente como mujer, y que, si de verdad le quería, podría haberle llevado al menos una vez a la costa…

Lloré una semana entera, quemé sus fotos y sufrí en silencio un mes más. Hasta que conocí a Víctor.

Una mañana, corriendo para no llegar tarde al trabajo, me encontré nerviosa en la parada del autobús. De pronto, un taxi se detuvo a mi lado. El conductor abrió la puerta y me ofreció llevarme. Sin pensarlo, subí.

Por el camino, hablamos. Era un hombre de mediana edad, pulcro, afeitado, bien vestido. Su elegancia me cautivó. Todo en él delataba el cuidado de una mujer. “Será su madre”, pensé.

Víctor —así se llamaba— era todo lo contrario al primero. Le di mi número sin dudarlo. Fue la única vez que viajé gratis en taxi.

Empezamos a salir. Me colmó de flores, regalos y cariño. Una tarde de primavera, paseando por el bosque, recogimos campanillas blancas. Víctor colocó su ramo en el asiento trasero del coche. Me invadió un pensamiento: “Es para su esposa”. No pregunté. Preferí el dulce engaño.

Hasta que su mujer apareció en mi puerta con dos niños.

—Mira, cariño —dijo—, ¡edúcalos tú! Adoran a su padre.

Aturdida, solo acerté a responder:

—Perdone, no sabía que estaba casado. No quiero romper su familia. No soy de las que anidan bajo tejado ajeno.

Esa misma noche le dije adiós al “casado”.

Después vino Mamuka.

Era georgiano. Un huracán que irrumpió en mi vida y se esfumó igual de rápido. Nos conocimos en el cumpleaños de una amiga. Su carisma me envolvió, su alegría me arrastró. Un año de risas, de planes sin fin. Hasta que volvió a Georgia. El clima, su madre enferma… excusas.

Me sentí abandonada. Decidí que bastaba de sufrimientos: “Viviré sola, pero sin lágrimas”.

Y entonces descubrí que, bajo mi corazón, latía una nueva vida.

¿De quién era? ¿Cómo seguiría adelante? El miedo me paralizó…

Nació Verónica, mi razón de ser. Tenía los rizos, los ojos oscuros y la sonrisa de Mamuka, lo que, curiosamente, me reconfortaba.

A veces, la envidia hacia mis amigas casadas me corroía, pero Verónica absorbía todo mi tiempo. No había espacio para llorar.

El primer día de colegio, la sentaron junto a Daniel. Se odiaron al instante. Él la llamó “tonta rizada”; ella lo repelía. La maestra los separó, pero las peleas continuaban.

Fui al colegio, indignada. La profesora, culpable, me dio la dirección de Daniel: “Hable con sus padres”.

Llamé a su puerta. Un hombre afable, con un paño al cuello, me recibió:

—Pase, por favor. Le preparo un café, solo déjeme dar de comer a este diablillo.

La casa era un caos: polvo, ropa amontonada, olor a tabaco. Sin duda, faltaba una mujer.

Volvió con dos tazas humeantes.

—¿A qué debo el honor? —preguntó.

—Soy la madre de Verónica.

—¡Ah! —sonrió—. Mi Dani está enamorado de su niña.

—¿Por eso la araña? —repliqué.

—¿Cómo? No entiendo…

Me marché, pero esa noche no pude dormir. Su imagen, su café… algo me atrajo. “Qué hombre”, pensé. Ninguno me había ofrecido antes un simple café. Solo champán, vino…

En la siguiente reunión de padres, confirmé que Daniel no tenía madre. “¿Por qué vendría su padre, si no?”, me dije.

Alejandro —así se llamaba— nos acompañó a casa. Era diciembre, oscurecía pronto.

—¿Celebramos juntos Año Nuevo? —propuso.

Acepté. ¿Qué tenía que perder?

Más tarde me confesó que estaba divorciado, que su ex se casó con su mejor amigo, pero que él se quedó con Daniel. Necesitaba cariño, y Daniel, una madre.

Nos mudamos juntos, con el consentimiento de los niños —a regañadientes—. Compramos un piso más grande. Alejandro me adoraba. Daniel y Verónica crecieron juntos, queridos.

Con los años, se casaron. Nosotros disfrutamos de una luna de miel tardía en la costa.

Fue una semana perfecta. El último día, en la playa vacía, Alejandro me besó y murmuró:

—Te quiero mucho, Tania. Mucho…

Se adentró en el mar. Nunca regresó.

El dolor me destruyó. El mundo perdió color. Ni siquiera una tumba para visitar.

Ahora, años después, paseo con mis nietos, Katia y Maxi. Paramos siempre a tomar café, ese que me hace sentirle cerca. La vida termina, pero el amor no.

Agradezco a la vida esos veinticinco años de felicidad. Alejandro sigue aquí, en cada sorbo, en cada risa de los niños. El corazón, al fin, vuelve a latir.

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