El Latido del Corazón
Adrián, no hace falta que vayas en persona a la sucursal. Que Marta lleve los documentos, dijo el director con mal humor.
—Lo siento, pero prefiero ir yo. Es mi pueblo natal. Hace mucho que no vuelvo.
—¿Tus padres viven allí? —preguntó el director, suavizando el tono.
—No. A mi madre la traje aquí, pero…
—Comprendo —lo interrumpió—. La tierra natal es sagrada. Bueno, ve. Pero mañana es un día importante, ¿llegarás a tiempo?
—No se preocupe —prometió Adrián—. Gracias.
El director hizo un gesto con la mano, dando por terminada la conversación.
Adrián entró en su despacho, apartó los papeles de trabajo, apagó el ordenador, cogió la carpeta con los documentos y salió, cerrando la puerta con llave. La dejó en recepción al guardia de seguridad.
No pasó por casa. Desde el coche llamó a su madre, le preguntó cómo se encontraba y le avisó que no iría a verla, que tenía una reunión importante. No le mencionó el viaje al pueblo. Se pondría nerviosa, y su corazón no resistía más preocupaciones.
—Bueno, mamá, me voy. Si necesitas algo, llámame. —Guardó el teléfono y arrancó el motor.
Al salir de la ciudad, paró en una gasolinera y llenó el depósito, compró un café y un par de empanadillas para no hacer más paradas. Debía entregar los documentos antes de que cerraran las oficinas. Aunque podía llamar y pedir que lo esperasen.
No tenía planes de visitar a viejos conocidos. Todos se habían marchado. Solo quería pisar de nuevo las calles de su infancia. Encendió la radio, y la melodía de un éxito reciente llenó el habitáculo. Dio un sorbo al café caliente.
***
Tras la muerte de su padre, su madre enfermó con frecuencia, debilitándose. En un chequeo, le diagnosticaron problemas cardíacos. Adrián le propuso mudarse con él a la capital. Allí la sanidad era mejor. Pero ella se negó. Él era un hombre hecho y derecho, necesitaba espacio, y ella no quería entorpecer. Sin embargo, empeoraba.
Finalmente, la convenció de vender el piso, añadió sus ahorros y le compró un pequeño apartamento cerca del suyo. Desde entonces, no había regresado al pueblo, aunque a menudo lo recordaba.
¿Cómo olvidar el primer amor? Quizá ella ya no vivía allí, pero el pueblo seguía en pie, con sus calles, su plaza, la casa bajo cuyas ventanas se consumió por un amor no correspondido. Aún ahora, al pensar en Lucía, el corazón le latía con fuerza. Nunca volvió a sentir algo igual. Como si hubiera dejado allí, para siempre, un pedazo de su corazón.
Lucía, una compañera delgaducha, discreta entre las demás chicas, pasó desapercibida para él hasta el último año de instituto. Tras las vacaciones de verano, regresó transformada, más alta, más hermosa, irreconocible. Y Adrián sintió, por primera vez, el golpeteo de su propio corazón.
Desde entonces, solo pensaba en ella. Esperó con ansias la nochevieja escolar, el baile donde la invitaría a bailar y le confesaría su amor. Finalmente, llegó el día. El salón de actos brillaba con luces y adornos, el ambiente era festivo. Los primeros valses pasaron sin que Adrián se atreviera a acercarse.
El evento terminaba, y solo sonaban canciones rápidas. Sus oportunidades se esfumaban. De pronto, una balada resonó en los altavoces, y la pista se vació.
Adrián respiró hondo. Era ahora o nunca. Se lanzó hacia Lucía, que charlaba junto a la ventana con sus amigas, para adelantarse a otros pretendientes.
El corazón le martilleaba tan fuerte que vio puntos negros. Creyó que se desmayaría. Le temblaban las manos, la voz le fallaba. Solo extendió la mano hacia ella, mirándola con desesperación.
Lucía intercambió una mirada con sus amigas y, para su sorpresa, le sonrió. En medio del salón, ante todos, Adrián la rodeó torpemente con sus brazos. Ella apoyó las manos en sus hombros, y comenzaron a moverse lentamente.
Sus piernas estaban rígidas, el cuerpo entero le temblaba. Apenas percibía la música, ni a las otras parejas. Solo el aroma a fresa de su pintalabios, un olor que, desde entonces, le transportaba a esa noche.
La música cesó. Lucía se separó bruscamente y volvió con sus amigas. Les susurró algo, y todas rieron, lanzándole miradas fugaces. Adrián, colorado, salió corriendo.
En abril, antes de su cumpleaños, esperó a que sus padres se durmieran. Salió sigiloso, llevando un bote de pintura que encontró bajo el fregadero. Bajo las ventanas de Lucía, escribió en el asfalto: “¡Feliz cumpleaños!” Y debajo, sus iniciales: “A. M.” (Adrián Mendoza). Pero en su mente, significaban “Amor Mío”.
Durante días, esperó que Lucía mencionase el graffiti, que le mirase distinto. Pero ni siquiera lo notó. En clase, invitó a varios compañeros a su fiesta, ignorándolo por completo.
Después de clase, fue al patio de su edificio. Su decepción fue enorme al ver que la lluvia había borrado las palabras. Lucía nunca supo de su gesto.
Esa noche, se quedó junto al portal, escuchando la música y las risas que salían por la ventana. Alguien salió al balcón, encendió un cigarrillo… Adrián se marchó.
En la fiesta de graduación, intentó por última vez. Se acercó a Lucía.
—¿Bailas? —preguntó con voz ronca.
—No me gusta bailar —respondió ella, apartándose.
—Me voy a estudiar a la capital… Lucía, te quiero —confesó.
Ella se volvió, fría.
—Pues yo no —dijo, alejándose.
Esa noche bebió hasta enfermar. Al año siguiente, en navidades, la vio del brazo de otro. Regresó antes a la residencia universitaria.
Más tarde, supo por un excompañero que Lucía se había casado. Intentó olvidarla, salió con otras chicas, pero jamás sintió lo mismo.
***
Sumergido en los recuerdos, Adrián llegó al pueblo, entregó los documentos.
—¿Te quedas en un hotel? —preguntó el socio.
—No, comeré algo y vuelvo —respondió.
El socio lo llevó a un restaurante elegante, de manteles inmaculados y lámparas de cristal.
Al sentarse, se acercó la camarera. Blusa blanca ajustada, falda negra ceñida. Lucía había cambiado, pero la reconoció al instante.
Rechazó el vino, pidió carne y una ensalada. Mientras comía, observó cómo el socio no apartaba la vista de sus curvas. ¿Por qué se exhibía así? Solo sintió irritación. Ni un latido acelerado.
Después, pidió un café. El socio se despidió, aliviado.
Lucía regresó a su mesa.
—No te reconocí al principio. ¿Otro café? —sonrió.
—No, bastantes llevo. Siéntate un rato.
—No puedo. Termino en una hora. ¿Me esperas? —preguntó, esperanzada.
Adrián asintió.
Pagó y salió a la calle. Necesitaba fumar, aunque llevaba años sin hacerlo. Compró un paquete y esperó. El pensamiento le gritaba que se fuera, que aún temblaba ante ella.
Lucía salió. La llevó a su casa en coche.
—¿No te quedas? —preguntó, demorándose.
Adrián la miró un momento, sintiendo el peso de los años y los sueños rotos, y finalmente murmuró: “No, Lucía, ya es tarde” antes de arrancar el coche y perderse en la noche.