El Latido del Corazón

El Latido del Corazón

—Don Alfonso, no hace falta que vaya usted personalmente a nuestra sucursal. Que vaya Lucía con los documentos —dijo el director con tono molesto.

—Disculpe, pero yo prefiero ir. Es mi ciudad natal. Hace mucho que no voy.

—¿Queda allí su familia? —preguntó el director, moderando su irritación.

—No. A mi madre la traje aquí, pero…

—Comprendo —lo interrumpió el director—. La tierra propia es sagrada. Muy bien, vaya. Pero mañana tenemos un día importante, ¿podrá regresar a tiempo?

—No se preocupe —prometió Alfonso—. Gracias.
El director hizo un gesto con la mano, señalando que la conversación había terminado.

Alfonso entró en su despacho, recogió los papeles de trabajo, apagó el ordenador, tomó la carpeta con los documentos y salió, cerrando con llave. La dejó en recepción al guardia de seguridad.

No pasó por su casa. Desde el coche, llamó a su madre para preguntarle cómo se encontraba y avisarle que esa noche no iría a verla, tenía un compromiso importante. No le dijo que iba a su ciudad natal. Se pondría nerviosa, y su corazón no estaba para sobresaltos.

—Bueno, mamá, me voy. Si necesitas algo, llámame —colgó y arrancó el motor.

Al salir de la ciudad, paró en una gasolinera para llenar el depósito, compró un café y un par de empanadas para no tener que detenerse de nuevo. Debía entregar los documentos antes de que cerraran. Aunque podía avisar a los socios para que lo esperaran.

No planeaba visitar a viejos conocidos. Todos se habían marchado. Solo quería pasear por las calles de su infancia. Puso la radio y el coche se llenó de un éxito reciente. Dio un sorbo al café caliente.

***

Tras la muerte de su padre, su madre enfermó con frecuencia, debilitándose. En un chequeo, le diagnosticaron problemas del corazón. Alfonso le propuso mudarse con él a la capital. Allí la atención médica era mejor. Pero ella se negó rotundamente. Él era un hombre independiente, debía construir su vida, y ella no quería estorbar. Pero su salud empeoraba.

Alfonso la convenció de vender el piso y, con sus ahorros, compró uno pequeño cerca del suyo. Desde entonces, nunca había vuelto a su pueblo, aunque lo recordaba a menudo.

¿Cómo olvidar el primer amor? Quizás ella ya no vivía allí, pero el pueblo seguía en pie, con sus calles y aquella casa bajo cuya ventana se había consumido por un amor no correspondido. Solo de evocarla, aún hoy, su corazón se aceleraba. Nunca había sentido nada igual. Era como si hubiera dejado su corazón enterrado en aquel lugar.

No había reparado en aquella compañera delgada, María, igual que las demás, hasta el último año de instituto. Tras las vacaciones, regresó transformada, más madura, hermosa. Y Alfonso sintió por primera vez el corazón acelerarse en su pecho.

Desde entonces, solo pensaba en ella. Ansiaba la Nochevieja, cuando habría baile en el instituto. La invitaría y le confesaría su amor. Finalmente, en el último día de clase, decoraron el salón con un enorme abeto. Por la tarde fue la fiesta infantil; por la noche, los mayores. Tras el concierto, empezó el baile. El primer vals pasó sin que Alfonso se atreviera a acercarse.

El evento terminaba, y solo sonaban canciones rápidas. Las oportunidades se esfumaban. Alfonso mordisqueaba el labio, apoyado contra la pared. De pronto, una balada. La pista quedó casi vacía.

Respiró hondo. Era ahora o nunca. Se lanzó hacia donde estaba María con sus amigas, adelantándose a otros pretendientes.

El corazón le golpeaba tan fuerte que vio negro. Le temblaban las piernas, las manos. Cuando extendió la mano hacia ella, apenas podía hablar.

María intercambió miradas con sus amigas y, para su sorpresa, le sonrió. En medio del salón, Alfonso la tomó torpemente por la cintura. Ella apoyó las manos en sus hombros y comenzaron a moverse.

Él estaba rígido, temblando. No veía ni oía nada más. Solo sentía el corazón en la garganta.

El carmín de María olía a fresa. Desde entonces, ese aroma le evocaba aquella noche.

La música cesó abruptamente. María se apartó y volvió con sus amigas, susurrando algo que las hizo reír mientras lo miraban. Alfonso, colorado, salió corriendo.

En abril, vísperas de su cumpleaños, esperó a que sus padres se durmieran. Salió de casa con una lata de pintura y un pincel que encontró bajo el fregadero. Bajo su ventana, escribió en el asfalto: «¡Feliz cumpleaños!» y debajo, sus iniciales: «A. M.» (Alfonso Méndez), pero en su mente significaban «Amor Mío».

En clase, esperó una señal, un comentario. Pero María ni lo miró. En el recreo, invitó a varios compañeros a su fiesta, excluyéndolo.

Desorientado, tras las clases fue a su calle. Su decepción fue enorme al ver que la lluvia había borrado la pintura. María nunca lo supo.

Esa noche, escuchó risas y música desde su ventana. Alguien salió al balcón, encendió un cigarrillo… Alfonso se marchó.

En la graduación, intentó una última confesión:

—Pronto me iré a estudiar fuera… María, te quiero —murmuró.

Ella se volvió, fría:

—Yo a ti no.

Bebió demasiado, se sintió mal y se fue. Ingresó en la universidad. En vacaciones, la vio del brazo de otro. Regresó antes al campus.

Más tarde, supo que se había casado. Intentó olvidarla. Conoció a otras, pero ninguna le hizo sentir igual.

***

Absorto en los recuerdos, llegó al pueblo y entregó los documentos.

—¿Al hotel? —preguntó el socio.

—No, comeré algo y regresaré —respondió Alfonso.

El socio lo llevó a un buen restaurante. Nunca había ido de joven.

Al sentarse, llegó la camarera. Vestía una ajustada blusa blanca y falda negra. María había cambiado, pero la reconoció.

Pidieron carne y ensalada. Al servirles, el socio no apartaba la mirada de sus caderas. Alfonso sintió irritación, no emoción.

Luego, pidió café. El socio se despidió. María regresó:

—Hola. No te reconocí al principio. ¿Quieres más café?

—No. Siéntate un rato.

—No puedo. Termino en una hora. ¿Me esperas?

Alfonso asintió. Pagó y salió. Necesitaba fumar. Compró tabaco y esperó.

María salió. La llevó a su casa. No quería bajar del coche.

—¿Vas al hotel?

—No, regreso. Mañana trabajo.

La miró: maquillaje grueso, pelo despeinado. Su corazón latía tranquilo.

—Sube. Tomaremos algo.

En su piso (herencia de sus padres, jubilados en el campo), María sirvió té y sacó vodka.

—No bebo mucho, pero el trabajo es duro. Los clientes a veces…

—¿Por qué no buscas otro empleo?

—Aquí no hay opciones. Y las propinas ayudan.

Bebió y se sinceró: su primer matrimonio duró un año (la engañó con una amiga). El segundo, un alcohólico.

—¿Recuerdas nuestro baile?

Claro que sí. Si hubiera sido más valiente, quizás todo sería distinto.

María se levantó y lo abrazó. Él la sostuvo. Ella miró hacia arriba:

—Bésame.

Sus labios sabían a vodka, no a fresa. Antes habríaPero esta vez, su corazón permaneció en silencio, como si finalmente hubiera encontrado paz.

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