**Diario de un Hombre**
Aquella tarde, en Madrid, la vi llorar en plena calle. Sus ojos, hinchados y perdidos, me atravesaron el alma. Se llamaba Elena, aunque su marido, Álvaro, la había reducido a la nada.
Elena no recordaba cuándo había dormido más de cinco horas seguidas. Su vida era un ciclo interminable: limpiar el piso, cocinar para tres (su marido, su hijo y su suegro enfermo), lavar, planchar… Por las noches, fregaba suelos en un edificio de oficinas. No tenía tiempo para ella, ni un minuto.
Todo empezó poco a poco. La suegra, que vivía abajo, aparecía a diario, dejando montañas de platos sucios y críticas. Álvaro decidió que los quehaceres eran cosa de mujeres. Su hijo, ya adulto, siguió el ejemplo. Hasta su jefe la explotaba: “Si no te gusta, la calle está llena de gente”. Elena asentía y seguía.
Antes de casarse, había sido repostera. Sus tartas eran obras de arte, pero la familia, las deudas y la enfermedad de su suegro la alejaron de su pasión. Su hija, ya casada y viviendo en Alemania, no podía ayudarla, pero Elena jamás se quejó. Solo sonreía al ver su felicidad desde lejos.
El cansancio la consumía. Había descuidado su aspecto: el pelo sin brillo, el vestido viejo, la mirada apagada. Álvaro la llamaba “la osa” con desprecio. Sus comentarios eran cada vez más crueles, y sus ausencias, más frecuentes.
Hasta que un día, en un café de Lavapiés, lo vio. Álvaro, radiante, abrazaba a una rubia impecable, vestida con elegancia. El mundo se detuvo.
¿Álvaro? musitó.
Él la miró, incómodo.
Cariño, ¿quién es? preguntó la rubia con desdén.
Nadie respondió él, evasivo. Solo una compañera de trabajo.
*”Compañera de trabajo”*. No su esposa, no la madre de su hijo. Solo eso. El dolor la ahogó. Caminó sin rumbo, hasta que un desconocido yo le pregunté:
Señora, ¿se encuentra bien?
Ella rompió a llorar, desconsolada.
Esa noche, recogió lo indispensable y se fue. No contestó llamadas. No volvió atrás.
Un año después, la vi en una terraza de Salamanca. Elegante, feliz, rodeada de halagos. Había retomado la repostería, perdido peso, recuperado su luz. Yo, el mismo que la vio llorar, ahora la escuchaba reír.
De pronto, Álvaro pasó por allí. Harapiento, cansado, cargando bolsas. Su madre lo regañaba por llegar tarde. Al ver a Elena, se quedó petrificado.
¿Los conoces? pregunté.
Elena tomó un sorbo de café y respondió, serena:
Sí. Antiguos compañeros de trabajo.
**Lección aprendida**: A veces, el mayor acto de amor propio es romper con lo que te destruye. ¿Perdonar una humillación así? Solo ella tenía la respuesta. Pero una cosa es segura: renacer duele, pero vivir muerta en vida, duele más.