Él la llamó ‘nadie’ frente a su amante, pero un año después ella tuvo la última palabra

¡Ay, qué historia más dura, pero te la voy a contar como si estuviéramos tomando un café en Madrid!

“¿Se encuentra bien, señora?” La voz cálida de un desconocido la sacó de su trance. Ella levantó los ojos, llenos de lágrimas, y… ¡se derrumbó! Lloró sin vergüenza, sin importarle los transeúntes que apartaban la mirada.

Isabel ya no recordaba cuándo había dormido más de cinco horas. Su día empezaba antes del amanecer y terminaba pasada la medianoche: limpiar un piso enorme, cocinar para tres hombres (su marido, su hijo y su suegro enfermo), lavar, planchar… Y por las noches, su segundo trabajo: fregar suelos en un centro de oficinas. No quedaba tiempo para ella. Nada.

No había sido así desde el principio. Primero, su suegra, que vivía en el piso de abajo, empezó a “pasar a tomar un café”, dejando montañas de platos sucios y consejos no pedidos. Luego, su marido decidió que las tareas domésticas eran “cosas de mujeres”.

Su hijo, ya adulto, aprendió rápido las reglas. Hasta su jefe en el trabajo secundario la cargaba con más tareas, insinuando: “Si no te gusta, hay cola en la puerta”. Isabel asentía en silencio y seguía adelante.

Antes de casarse, había sido una pastelera brillante. Sus tartas eran increíbles, pero los problemas familiares, la enfermedad de su suegro y la falta de dinero la obligaron a dejar su pasión por un trabajo ingrato.

Su hija ya estaba casada y vivía en el extranjero. Isabel nunca se quejó, solo se alegraba de su felicidad desde lejos.

El cansancio era su segundo nombre. Cada noche caía en la cama, exhausta, solo para repetir la misma pesadilla al día siguiente. Los años pasaron factura.

Había dejado de cuidarse. El sobrepeso, que su marido llamaba “de oso”, el pelo apagado recogido en una coleta, la bata vieja… Todo hacía que su esposo, Javier, la mirara con desprecio.

Sus comentarios eran cada vez más crueles. Empezó a salir por las noches, volviendo al amanecer con olor a perfumes ajenos.

Y su suegra remataba la faena, susurrando veneno a su hijo sobre “esa inútil de su nuera”.

Un día, todo estalló. Agotada, se quedó dormida en el autobús y terminó en un barrio desconocido. Al caminar, vio a Javier en una terraza, radiante, abrazando a una rubia impecable.

El mundo se detuvo. Se acercó.

“¿Javier?”

Él se giró. Pánico, luego fastidio. La rubia la miró con desdén.

“Cariño, ¿quién es esta?” preguntó, molesta.

Javier, evitando su mirada, soltó: “Ah, esta… Nadie. Alguien del trabajo”.

¡”Del trabajo”! No su esposa, no la madre de su hijo… Solo “alguien del trabajo”.

Esa noche, Isabel lo dejó todo. No volvió.

Un año después, estaba en una terraza en Madrid, elegante, feliz, tomando café con un hombre que la miraba con admiración. Había recuperado su pasión por la repostería, perdido peso, reconstruido su vida.

De pronto, vio a Javier: desaliñado, cargado de bolsas. Su suegra tropezó al reconocerla.

“Isabel, ¿los conoces?” preguntó su acompañante.

Ella sonrió, tomó un sorbo de café y dijo, mirando a su ex: “Ah, ellos… Nadie. Gente del trabajo”.

¿Crees que hizo bien? ¿Perdonarías algo así? ¡Cuéntame tu opinión!

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Él la llamó ‘nadie’ frente a su amante, pero un año después ella tuvo la última palabra