El hombre la llamó “nadie” frente a su amante, pero un año después, su esposa encontró la manera de responderle…
—Señora, ¿se encuentra bien? —Una voz masculina y compasiva la sacó de su ensimismamiento. Alzó los ojos hinchados de lágrimas hacia el desconocido y… ¡estalló en llanto! Sin importarle los transeúntes que se apartaban, sorprendidos.
Lucía ya no recordaba cuándo había dormido más de cinco horas. Sus días comenzaban antes del amanecer y terminaban pasada la medianoche. Limpiar un piso enorme, cocinar para tres hombres (su marido, su hijo y su suegro postrado), lavar, planchar… Y por la noche, un segundo turno: fregar suelos en un centro de oficinas. No quedaba tiempo para ella. Ninguno.
No había sido así desde el principio, sino poco a poco. Primero, su suegra, que vivía un piso más abajo, empezó a “pasarse a tomar un café” con más frecuencia, dejando montañas de platos sucios y consejos no pedidos. Luego, su marido decidió que las tareas del hogar eran exclusivamente cosa de mujeres.
Su hijo, ya adulto, también aprendió rápido las reglas del juego. Incluso en el trabajo, su jefe no dudaba en cargarla con las tareas de compañeras enfermas, insinuando claramente: “Si no te gusta, hay cola en la puerta”. Lucía asentía en silencio y obedecía.
Antes de casarse, había sido una pastelera excepcional. Sus tartas causaban admiración. Pero los problemas familiares, la enfermedad de su suegro y la falta constante de dinero la obligaron a abandonar su pasión y aceptar cualquier trabajo que pagara, por duro e ingrato que fuera.
Su hija, ya casada, vivía en el extranjero. No esperaba ayuda de ella, y aunque no se quejaba, solo sentía una alegría callada por su felicidad lejana.
El cansancio se convirtió en su segundo nombre. Cada noche caía en una pesadumbre sin sueños, solo para despertar unas horas después y repetir la misma locura. Los años pasaron factura.
Había dejado de cuidarse. El sobrepeso, que su marido llamaba burlonamente “oso polar”, el pelo opaco recogido en un moño, una bata vieja y un rostro eternamente agotado.
Lucía se había rendido, olvidando cuándo fue la última vez que compró algo bonito, no solo práctico. Su marido, Sergio, no solo había perdido el interés, sino que la miraba con un disimulado asco.
Sus comentarios se volvieron cada vez más crueles, y aquel chiste reciente sobre un “oso olímpico” era solo uno más. Empezó a desaparecer por las noches, volviendo al amanecer con mirada vacía y el perfume ajeno en la ropa.
Su suegra remataba el cuadro. Sus cuchicheos venenosos y quejas sobre su “nuera inútil” eran una tortura diaria. Al pasar junto al banco donde se sentaba, Lucía sentía su mirada pegajosa y escuchaba fragmentos de chismes con las vecinas.
Era triste y asqueroso, pero ya no tenía fuerzas para pelear. Cada día se sentía menos mujer, menos persona, más como una función invisible: una máquina silenciosa al servicio de los demás.
—¡Lucía, mírate! —exclamó su amiga del instituto al encontrársela por casualidad—. ¡Déjalos a todos y ocúpate de ti!
—No puedo, Ana. La familia es lo primero —murmuró, desviando la mirada. Pero las palabras de su amiga le atravesaron el corazón.
El desenlace llegó de golpe. Agotada, se durmió en el autobús, pasó su parada y terminó en un barrio desconocido. Caminó hacia el metro, cruzando una calle llena de terrazas de cafeterías.
Y entonces, se paralizó. En una de las mesas, estaba Sergio. Relucía como una moneda nueva, abrazando a una rubia impecable, cuyo vestido probablemente costaba tres sueldos suyos.
El mundo se tornó gris. Un anillo de hielo le apretó el pecho, un zumbido llenó sus oídos… Con un último esfuerzo, se acercó.
—Sergio?
Él se giró. Por un instante, asomó el miedo, pero luego se transformó en irritación. La rubia la miró de arriba abajo con desdén.
—Cariño, ¿quién es esta? —preguntó, mimosa.
Entonces Sergio, mirando más allá de Lucía, soltó:
—Ah, esto… Nadie. Solo alguien del trabajo.
“Alguien del trabajo”. Ni su esposa, ni la madre de su hijo. Solo eso. La había humillado. Se avergonzaba de ella frente a esa muñeca pintada. Era peor que una bofetada. El dolor, la humillación, los años de sacrificios invisibles… Todo colapsó en un instante.
Se dio la vuelta y se marchó, tambaleándose como una borracha. El mundo se desdibujó, el pecho le ardía. En su cabeza solo resonaba: “Del trabajo… del trabajo…”
—Señora, ¿se encuentra bien? —La voz del desconocido la arrancó de nuevo. Esta vez, lo miró y rompió a llorar sin control, ante la incomodidad de los transeúntes. No lloraba por la infidelidad. Lloraba por su vida arruinada, sus sueños destrozados, por la Lucía que ya no existía.
Volvió a casa como en trance. Pasó junto a su suegra, que siseaba algo. Abrió la puerta con su llave.
—Mamá, ¿has lavado mis calcetines azules? —preguntó su hijo de 25 años desde su cuarto. Ni siquiera notó sus ojos hinchados.
Sonó el móvil. Era su jefe.
—Lucía, la señora Márquez está de baja otra vez. ¡Mañana temprano, hay que cubrir!
—No iré —respondió, casi en un susurro.
—¿¡Qué!? ¿Estás en tus cabales? ¡Te echo…! —Colgó y guardó el teléfono en el bolsillo de su vieja chaqueta.
Sin decir nada, empacó lo indispensable y salió del piso que ya no era su hogar. Se refugió en casa de su madre. Durante semanas, el teléfono no paró: Sergio, su hijo, el jefe… Pero ella no respondía. Había entendido: no la querían a ella, solo sus funciones. Cocinar, limpiar, cubrir huecos.
Pasaba horas en la cocina de su madre, mirando por la ventana. Hasta que un día, un pensamiento cristalino llegó: no solo eran culpables su marido, su suegra o su hijo. Ella también lo era. Había permitido que la trataran así.
La rabia estalló en su interior. Golpeó la mesa con el puño. La vieja taza con corazones que Sergio le regaló una vez cayó y se hizo añicos.
“Se acabó —pensó, mirando los pedazos—. La vieja yo ha muerto. No hay vuelta atrás”.
Pasó un año.
Era un día soleado de verano. Lucía estaba en la terraza de un café elegante, bebiendo café aromático y riéndose de un chiste de su acompañante. Delgada, arreglada, con un vestido elegante y ojos que brillaban, atraía miradas admirativas.
En ese año, se transformó. Retomó la repostería y descubrió que sus manos aún recordaban todo. Sus postres se hicieron famosos en la ciudad.
Se apuntó al gimnasio, perdió veinte kilos, renovó su armario. Su hijo vino a disculparse; ella lo perdonó, pero no volvió atrás. Sergio llamó varias veces; ella nunca contestó.
Su acompañante —el mismo hombre que aquel día le preguntó si estaba bien— la había reconocido semanas atrás. No podía creer que