Hace mucho tiempo, en un pueblo de Castilla, un hombre la llamó «nadie» frente a su amante. Pero un año después, su esposa supo cómo responderle…
—Señora, ¿se encuentra bien? — una voz masculina llena de compasión la sacó de su ensimismamiento. Ella alzó los ojos, empañados por las lágrimas, hacia aquel desconocido y… rompió a llorar. Sin importarle los transeúntes que, sorprendidos, se apartaban a su paso.
Isabel ya no recordaba cuándo había dormido más de cinco horas seguidas. Sus días comenzaban antes del amanecer y terminaban bien entrada la madrugada. Limpiar la gran casa, cocinar para tres hombres—su esposo, su hijo y su suegro postrado en cama—, lavar, planchar… Y por la noche, su segundo trabajo: fregar los suelos de un edificio de oficinas. No quedaba tiempo para ella. Ninguno.
No había sido así desde el principio, sino poco a poco. Primero, su suegra, que vivía en el piso de abajo, empezó a «pasar a tomar un café» con más frecuencia, dejando montañas de platos sucios y consejos no pedidos. Luego, su esposo decidió que las tareas del hogar eran cosa exclusiva de mujeres.
Su hijo, ya adulto, aprendió rápido las reglas del juego. Incluso en el trabajo, su jefe no dudaba en cargarla con las obligaciones de sus compañeras enfermas, insinuando con claridad: «Si no te gusta, hay cola en la puerta». Isabel asentía en silencio y cumplía.
En otro tiempo, antes del matrimonio, había sido una pastelera talentosa. Sus tartas eran admiradas por todos. Pero los problemas familiares, la enfermedad de su suegro y la falta constante de dinero la obligaron a abandonar su pasión y aceptar cualquier trabajo que pagara, por duro e ingrato que fuera.
Su hija, ya casada, vivía en el extranjero. No esperaba ayuda de ella, y aunque no se quejaba, Isabel se alegraba en silencio por su felicidad lejana.
El cansancio se había convertido en su segundo nombre. Cada noche caía en la cama, sumiéndose en un sueño pesado y sin sueños, solo para despertar unas horas después y repetir la misma locura. Los años de esa vida no pasaron en vano.
Había descuidado su aspecto por completo. El peso extra que su marido llamaba «de oso», el pelo apagado recogido en un moño, la bata vieja y ese rostro siempre agotado.
Isabel había tirado la toalla, olvidando cuándo fue la última vez que compró algo bonito en lugar de práctico. Su esposo, Javier, no solo había perdido el interés, sino que la miraba con un asco apenas disimulado.
Sus comentarios eran cada vez más hirientes, y aquel chiste reciente sobre «la osa olímpica» era solo uno más. Empezó a desaparecer por las noches, volviendo al amanecer con la mirada vacía y el olor de perfumes ajenos.
Su suegra remataba la faena. Sus cuchicheos venenosos y quejas a su hijo sobre «esa nuera inútil» eran el pan de cada día. Al pasar junto al banco donde se sentaba, Isabel sentía su mirada pegajosa y escuchaba fragmentos de murmuraciones con las vecinas.
Era triste y repugnante, pero ya no tenía fuerzas para luchar. Cada día se sentía menos mujer, menos persona, más como una función invisible—una máquina silenciosa al servicio de los demás.
—¡Isabel, mírate! —se horrorizó una amiga de la infancia al encontrarla por casualidad—. ¡Deja a todos y ocúpate de ti!
—No puedo, Luisa. La familia es lo primero —murmuró Isabel, apartando la mirada. Pero las palabras de su amiga le llegaron al alma.
El desenlace llegó de golpe. Agotada, se quedó dormida en el autobús, pasándose su parada. Bajó en un barrio desconocido y, al cruzar una calle llena de terrazas, se detuvo en seco. Allí, en una mesa, estaba Javier. Brillaba como una moneda nueva, abrazando a una rubia impecable cuyo vestido probablemente costaba tres meses de su sueldo.
El mundo perdió color. Un nudo helado le apretó el pecho. Con las últimas fuerzas, se acercó.
—¿Javier?
Él se giró. Por un instante, asomó el miedo en su rostro, pero rápidamente lo cambió por irritación. La rubia la miró de arriba abajo con desdén.
—Cariño, ¿quién es esta? —preguntó con voz melosa.
Y entonces Javier, sin mirarla a los ojos, soltó:
—Ah, esta… Nadie. Solo alguien del trabajo.
«Nadie». Ni su esposa, ni la madre de su hijo. Solo «alguien del trabajo». La humillación fue peor que una bofetada. Todo el dolor, el sacrificio invisible, los años de entrega… todo colapsó en ese instante.
Dio media vuelta y caminó sin rumbo, tambaleándose. El mundo parecía moverse en cámara lenta.
—Señora, ¿se encuentra bien? —la voz del desconocido la sacó otra vez. Esta vez, rompió a llorar sin control, ante la mirada perpleja de los transeúntes. No lloraba por la infidelidad, sino por la vida que había dejado marchitar.
Al llegar a casa, pasó de largo ante los comentarios ácidos de su suegra. Su hijo, desde su habitación, preguntó sin mirarla:
—Mamá, ¿has lavado mis calcetines azules?
El teléfono sonó. Era su jefe:
—Isabel, Martínez está de baja otra vez. ¡Mañana temprano, hay mucho trabajo!
—No iré —respondió en un susurro.
—¿¡Qué!? ¿Estás en tu sano…? —colgó y guardó el móvil en el bolsillo de su vieja chaqueta.
Sin decir nada, empacó lo esencial y salió de la casa que ya no era su hogar. Se refugió en casa de su madre. Las primeras semanas, el teléfono no paró: Javier, su hijo, su jefe… Pero ella guardó silencio. Entendió que no la necesitaban a ella, solo sus servicios.
Pasaba horas mirando por la ventana. Hasta que un día, un pensamiento cristalino llegó: no solo eran culpables Javier, su suegra o su hijo. Ella también lo era. Por permitirlo.
La ira estalló en su interior. Golpeó la mesa con el puño. La vieja taza con corazones que Javier le regaló hace años cayó y se hizo añicos.
«Se acabó —pensó, mirando los pedazos—. La vieja Isabel ha muerto. No hay vuelta atrás».
Pasó un año.
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