**Cómo el abuelo “tranquilizaba” a Oliverio — una historia conmovedora con un giro inesperado**
Ocurrió en un supermercado cualquiera de Madrid. La gente iba y venía, los carritos resonaban, y el aire estaba lleno de ruido y voces. En medio de ese caos cotidiano, una escena llamó la atención de una señora mayor que estaba junto a la sección de lácteos.
Se fijó en un hombre bajito, de sienes canas y mirada amable pero cansada. Empujaba el carrito con calma, mientras a su lado se desarrollaba un pequeño apocalipsis: su nieto, de unos tres o cuatro años, estaba disfrutando de su propio espectáculo para todo el supermercado.
El niño, como si hubiera entrado en el paraíso infantil, lo quería todo. Chuches, galletas, yogures de colores, patatas fritas… Sus ojos recorrían los estantes mientras sus manos intentaban llevarse cualquier cosa que alcanzaran. Gritaba, pataleaba, incluso tiró una caja de cereales al suelo y miró a su abuelo con cara de ofendido, como si él fuera el culpable de la crueldad del mundo.
Pero el abuelo… permanecía imperturbable. Ni una pizca de irritación, ni un reproche. Solo un tono tranquilo, casi susurrante:
— Aguanta, Oliverio. Ya casi terminamos. Lo estás haciendo genial. Sólo falta un poquito.
El niño no se calmaba. Era como si hubiera perdido los frenos: agarraba cosas de las estanterías, las lanzaba, chillaba. Algunos clientes lo miraban con reprobación, otros ponían los ojos en blanco, y unos pocos se alejaban discretamente.
Y el abuelo… seguía igual de sereno.
— Venga, Oliverio. Ya casi llegamos a la caja. Un poco más y nos vamos a casa — seguía diciendo, como si estuviera hipnotizando al niño y a sí mismo.
En la caja, el berrinche llegó a su punto máximo: el niño le lanzó a la cajera una bolsita de nubes. Todos se quedaron paralizados.
— Tranquilo, Oliverio, tranquilo… — volvió a decir el abuelo mientras recogía las nubes del suelo. — Respira hondo… exhala… lo estás manejando muy bien, campeón.
La señora, que había presenciado todo el espectáculo desde el principio, no pudo más. Le impresionó la paciencia y el cariño con que aquel hombre manejaba semejante estrés.
Cuando el abuelo salió al aparcamiento y empezó a guardar las bolsas en el maletero de su Seat, ella se acercó.
— Perdone —le dijo—, tenía que decírselo. Me ha dejado impresionada con su paciencia. Yo habría perdido los nervios hace rato. ¡Qué temple! Ojalá tuviera la mitad de su entereza. Su nieto, Oliverio, es un afortunado.
El hombre soltó una carcajada.
— ¡Ay, gracias, querida! —respondió—. Pero hay un pequeño malentendido. *Yo* soy Oliverio. Y este terremoto… es Javier.
La señora parpadeó, desconcertada, y luego también se echó a reír.
Fue entonces cuando lo entendió: todo el rato, el abuelo no estaba intentando calmar al niño… ¡se estaba calmando a sí mismo! Se repetía su propio nombre para no perder los papeles, para no levantar la voz, para no ceder al enfado. Se recordaba que era un adulto, que debía mantener la calma.
Y eso era amor de verdad. No solo por su nieto, sino también por sí mismo. Porque en esta vida, todos necesitamos a veces que alguien nos diga: «Puedes hacerlo. Lo estás haciendo bien. Falta poco». Aunque ese «alguien» seamos nosotros mismos.