El hombre volvió a casa y, sin quitarse ni los zapatos ni la chaqueta, anunció: ‘Tenemos que hablar en serio’

El hombre llegó a casa y, sin siquiera quitarse los zapatos ni la chaqueta, anunció:
Tenemos que hablar en serio.

Sin más preámbulos, con los ojos más abiertos de lo habitual, añadió sin dudarlo ni un instante:
¡Me he enamorado!

«Ahí está pensó Lucía, la crisis de los cuarenta ha llegado a nuestra casa. Bienvenida sea». Solo musitó esas palabras mientras lanzaba una mirada preocupada hacia su marido, algo que no hacía desde hacía años (¿cinco, seis? ¿O quizá ocho?).

Dicen que antes de morir, toda la vida pasa ante los ojos. Pues bien, a Lucía le pasó toda la vida con su marido. Se conocieron de la forma más común: por internet. Ella restó tres años a su edad, él sumó tres centímetros a su estatura, y así, aunque con dificultad, lograron cumplir los requisitos de búsqueda del otro y se encontraron.

Lucía ya no recordaba quién había escrito primero, pero sí sabía que el mensaje de su futuro marido carecía de vulgaridad y estaba salpicado de una leve autoironía que le encantó. A sus treinta y tres años, consciente de sus opciones en el “mercado masculino”, Lucía asumió su situación con realismo: no estaba en la última fila, pero casi. Por eso, para la primera cita, decidió no exagerar. Se vistió con elegancia, se puso unas gafas de sol rosadas y ropa interior de moda, y en el bolso guardó unas galletas caseras y un libro de Benito Pérez Galdós.

La primera cita fue sorprendentemente fácil (¡he aquí el poder de vestirse bien!), y su romance avanzó con entusiasmo y rapidez. Se divertían juntos, así que, tras seis meses de citas y la presión constante de sus padres, que ya habían perdido la esperanza de tener nietos, él se armó de valor y le propuso matrimonio. Presentaron a sus familias, decidieron celebrar una boda íntima (idea que ambos padres aceptaron sin dudar) y, por miedo a que alguien se echara atrás, fijaron la fecha para el primer día disponible.

Vivían bien, al menos así lo veía Lucía. Su hogar era un clima tropical sin grandes cambios, sin arrebatos pasionales, pero estable y respetuoso. ¿Acaso no era eso la felicidad? Él, típico representante del género masculino, dejó atrás su disfraz de “hombre emocional y romántico con manos de oro pero mala suerte” a las pocas semanas de casarse y se convirtió en lo que siempre fue: un hombre sencillo, trabajador y cariñoso, cómodo en su ropa de estar por casa.

Y Lucía, como buena representante del género femenino, se despojó poco a poco del corsé de su imagen de “ama de casa intelectual, discreta y sensual”. Un embarazo aceleró el proceso, y al año ya había cambiado ese rol por un cómodo albornoz, feliz de haberse liberado.

Que ninguno echara de menos sus antiguas máscaras, y que ni siquiera se reprocharan nada, terminó de convencer a Lucía de que habían tomado la decisión correcta. La rutina y la crianza de sus dos hijos zarandearon a veces su barco familiar, pero nunca lo hicieron naufragar. Cuando pasaba la tormenta, volvían a navegar en calma.

Los abuelos felices ayudaban en lo que podían. En el trabajo, ascendían poco a poco. Viajaban, disfrutaban de sus aficiones y, por supuesto, se dedicaban tiempo el uno al otro, sin alejarse demasiado de la media estadística.

Doce años de matrimonio después, él jamás había sido sorprendido en una infidelidad, ni siquiera en un simple coqueteo. Y eso que Lucía no era celosa, así que él podría haberlo intentado sin consecuencias. A veces, ella lo imaginaba flirteando y se reía, porque la imagen que se le venía a la cabeza era ridícula. El caso es que, tras algunos intentos fallidos de halagar de forma convencional, él había admitido al principio de su relación que ese no era su camino. Cambió de táctica: ahora elogiaba en silencio (¿o mediante ultrasonidos que Lucía no podía captar?), limitándose a abrir los ojos como platos.

Con los años, Lucía había aprendido a leer todas sus emociones a través del diámetro de sus pupilas: desde el asombro salvaje hasta la aprobación satisfecha, la sorpresa inesperada, la confusión repentina, el desconcierto absoluto o el enfado total. Y ahora se lo imaginaba soltando piropos a alguna ¿rata? Cada vez con los ojos más abiertos.

La garganta de Lucía se secó. Con una sonrisa nerviosa, preguntó:
Bueno ¿y cómo se llama tu rata?

Los ojos de él parecían a punto de saltársele de las órbitas. Farfulló, inquieto:
¿Cómo? ¿Cómo has? ¿Cómo has adivinado que me he enamorado de una rata? ¡No es posible! Es que no pude evitarlo. Cuando la vi, me dejó sin habla. Mira qué maravilla, qué suavidad, qué belleza ¡se parece a ti!

De su bolsillo sacó una pequeña rata grisácea, con orejas rosadas, un hocico sonrosado y ojos negros como el carbón.

Lucía no oyó nada más. Miró a su marido, a su nueva amiga, a los mimos que se dedicaban y se sintió infinitamente feliz de que se hubiera enamorado precisamente de esa rata tan parecida a ella.

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El hombre volvió a casa y, sin quitarse ni los zapatos ni la chaqueta, anunció: ‘Tenemos que hablar en serio’