**Un Hombre de Verdad**
Lucía y Enrique llevaban dos años juntos. La madre de Lucía ya empezaba a preocuparse, porque su hija perdía el tiempo con él y el matrimonio nunca llegaba. Enrique decía que no había prisa, que ya llegarían, y que estaban bien así…
Pasó el verano, las hojas cayeron de los árboles, tapizando las aceras de un manto dorado, y llegaron las lluvias. Un día frío y gris de octubre, Enrique, torpemente, le propuso matrimonio a Lucía, regalándole un anillo pequeño y sencillo.
Ella le rodeó el cuello con los brazos y susurró al oído: *«Sí»*, luego se dejó el anillo en el dedo y gritó feliz: *«¡Sí!»*, alzando los brazos y saltando de emoción.
Al día siguiente, fueron al registro civil y, nerviosos, presentaron los papeles. La boda quedó fijada para mediados de diciembre. A Lucía le hubiera gustado casarse en verano, para lucir su vestido blanco bajo el sol, pero no discutió. ¿Y si él lo posponía? Podía cambiar de opinión. Le quería demasiado y no soportaría perderle.
El día de la boda, una ventisca sacudía las calles. El viento le despeinó el recogido que tanto le había costado arreglar, y la falda del vestido se hinchaba como una campana, como si en cualquier momento la novia pudiera salir volando. Enrique la cargó en brazos hasta el coche, y ni la nieve ni el pelo revuelto pudieron empañar su felicidad.
Al principio, Lucía vivía en un sueño. Todo era perfecto. Claro, había pequeñas discusiones, pero por la noche se reconciliaban y se querían aún más.
Al año, nació su hijo, Adrián.
El niño era tranquilo y listo, la alegría de sus padres. Enrique, como muchos hombres, apenas ayudaba con el bebé. Le daba miedo cogerle, y cuando lo hacía, Adrián lloraba hasta que Lucía le rescataba.
*«Tú sabes hacerlo mejor. Cuando crezca, jugaré al fútbol con él. Mientras, me encargaré de manteneros»*, decía Enrique, aunque su sueldo apenas alcanzaba.
Adrián entró en la guardería y Lucía volvió a trabajar. Pero el dinero seguía siendo justo, y ahorrar para un piso era imposible. Las quejas aumentaron. Discutían, echándose en cara los gastos. Ya no se reconciliaban tan fácilmente.
*«Estoy harto. Trabajo como un burro y nunca es suficiente. ¿Acaso te lo gustas?»*, le espetó Enrique un día.
*«Tú sí que te lo gastas–»*, replicó Lucía con sorna. *«Mira qué tripa te has hecho.»*
*«¿No te gusta? Tú también has cambiado. Me casé con una mariposa y ahora eres una oruga.»*
La discusión fue brutal. Lucía, limpiándose las lágrimas, fue a buscar a Adrián. De camino a casa, escuchando el parloteo de su hijo, sintió que no podía perder a Enrique. Iba a abrazarle, besarle y pedir perdón. Y él respondería, como antes, y todo volvería a ser bonito. *«Amor y querer, poco saber.»* Con el ánimo mejor, apuró el paso.
Pero la casa estaba oscura y en silencio. No había abrigo ni zapatos de Enrique. *«Volverá cuando se le pase»*, pensó, y cocinó patatas con chorizo, su plato favorito.
Pero Enrique no regresó. No contestó a las llamadas. Al día siguiente, Lucía, cansada y con el corazón en un puño, llevó a Adrián a la guardería y fue a trabajar. A la hora de comer, se excusó diciendo que se encontraba mal, pero en vez de ir a casa, se dirigió al trabajo de Enrique.
Al abrir la puerta de su despacho, lo vio de espaldas, besándose con una mujer. Sus manos, con uñas pintadas de rojo, descansaban sobre su espalda como hojas de arce abiertas.
La mujer abrió los ojos, vio a Lucía… y no se apartó.
Lucía salió corriendo. Caminó sin rumbo, tropezando con la gente, ciega por las lágrimas. Sus pies la llevaron a casa de su madre.
*«Mamá, ¿por qué me hace esto? ¿Son todos los hombres así?»*, preguntó entre sollozos.
*«¿Así cómo?»*
*«Infieles. ¿Llevará tiempo con ella y no me he dado cuenta?»*
*«No lo sé, hija. Cuando amas, todo tu mundo es un hombre. Si él te falla, piensas que todos lo harán»*, suspiró su madre. *«No te preocupes, volverá.»*
*«¿Y si no?»*
*«El dolor pasará. Tienes a Adrián. Si no regresa, quizá sea mejor. Eres joven, encontrarás a alguien.»*
*«Tú no lo hiciste.»*
*«¿Y tú qué sabes? Solo temí que con otro fuera igual. Además, tú ya eras mayor, y me preocupabas. Pero tienes un hijo, él necesita un padre…»*
Más calmada, Lucía recogió a Adrián.
*«Mamá, ¿jugamos?»*, le pidió él en casa.
*«Déjame en paz»*, contestó ella, seca.
*«No me gusta cuando hablas así»*, murmuró él, y no volvió a molestarla.
Enrique apareció cuando Lucía acostaba a Adrián. Sacó una maleta y empezó a meter ropa.
*«¿Adónde vas?»*, preguntó ella, ya sabiendo la respuesta.
*«Me voy. Estoy harto de las peleas, de este piso pequeño, de tu cara.»*
*«¿Y nosotros?»*
*«Querías boda e hijo. Pues quédate con él.»* Cerró la maleta, miró alrededor y se detuvo en los ojos asustados de Adrián. La puerta se cerró de golpe.
Lucía se desplomó en el sofá, llorando. Alguien le tocó el hombro. Alzó la vista, esperando ver a Enrique… pero era Adrián, en pijama.
*«Mamá, no llores. Yo nunca te dejaré como papá»*, dijo, acariciándole el hombro.
Ella le abrazó y lloró más fuerte.
Enrique no volvió. Pidió el divorcio.
Adrián le preguntó por su padre una vez, pero al recibir una respuesta brusca, no insistió. La vida, poco a poco, se normalizó. Cuando Adrián empezó el colegio, Lucía conoció a Javier. Era más joven, por eso se llevaba bien con el niño.
Javier le pidió matrimonio varias veces, pero ella no se decidía. Temía que Adrián se sintiera desplazado si tenían un hijo juntos. Además, la diferencia de edad pesaba. ¿Y si un día la dejaba por alguien más joven?
Un día, mientras limpiaba, Lucía mandó a Javier y Adrián al parque. De pronto, la puerta se abrió de golpe: Adrián volvía en brazos, con la cara ensangrentada. Se había caído de los columpios y necesitó puntos en la ceja.
Ella sabía que no era culpa de Javier. Pero no podía evitar pensar que, de ser su hijo, no habría pasado.
Poco después, su relación se enfrió.
*«Mamá, no te preocupes. Yo nunca te dejaré»*, repitió Adrián.
Lucía dejó de salir con nadie.
Adrián creció. Se convirtió en un chico guapo, luego en un hombre. Lucía se enorgullecía de él, pero también temía que se casara y la dejara sola.
*«Es el destino de las madres. Criar y soltar. Yo vivo sola. Te acostumbrarás, y luego vendrán los nietos»*, le consoló su madre.
*«¡Con el tiempo, Adrián se casó y cumplió su promesa: compró un piso al lado del suyo para que Lucía nunca estuviera sola, demostrando que, a pesar de todo, había crecido para ser un verdadero hombre.