El viudo
José Antonio se enamoró de Lola desde el instituto. Pequeña, delicada, con un montón de pecas rojizas en la nariz. Así era como la vio por primera vez, y ya en sexto de primaria, quedó perdidamente enamorado de ella.
Lola era tres años más joven. Siempre sacaba sobresalientes, era tímida y reservada. Y José Antonio, con el paso de los años, se iba enamorando más. La observaba en los recreos mientras saltaba a la comba con sus amigas en el patio. Ligera como una mariposa de colores.
Cuando volvió del servicio militar, ese mismo día fue a casa de Lola con un ramo de flores para pedir su mano.
El padre de Lola era un hombre serio y estricto. Habló largo rato con José Antonio en otra habitación y luego, sonriendo, le tendió la mano de su hija.
La boda fue una fiesta. Vinieron hasta los parientes más lejanos. Los novios recibieron felicitaciones durante tres días. Los ojos de Lola brillaban de felicidad, y José Antonio estaba orgullosísimo. Creía que se había casado con la mejor novia del pueblo.
Dos años después, con ayuda de sus padres, José Antonio construyó una casa. Lola flotaba de alegría: justo tres meses antes de que naciera su primer hijo, por fin se mudaron a su hogar.
Nació una niña, la llamaron Lucía, como la abuela de Lola. La pequeña era fuerte y sana, pero para Lola el parto fue durísimo.
Un año después del nacimiento, Lola seguía pálida y débil. José Antonio la llevó a médicos, pero estos se encogían de hombros y decían lo mismo: necesitaba tiempo para recuperarse.
Cuando Lucía cumplió año y medio, Lola descubrió que estaba embarazada de nuevo. Los médicos le recomendaron interrumpir el embarazo. Su cuerpo no estaba preparado, podía no resistir. Incluso si lo hacía, quizá no sobreviviría al parto.
José Antonio, junto con los doctores, intentó convencerla, pero ella fue firme:
—¡No voy a matar a mi hijo! No tiene la culpa de querer nacer. Lo que sea será —decía Lola—. ¡Dios dirá!
El último mes de embarazo, Lola estuvo ingresada. En casa, su hija pequeña la echaba de menos, y su marido no encontraba paz. El corazón le advertía de la tragedia.
Y no se equivocó. Lola no resistió el parto, su corazón se detuvo. Pero llegaron al mundo dos preciosas gemelas.
José Antonio quedó destrozado. En el funeral, junto a la tumba, miraba el montón de tierra negra con los ojos vacíos. Ante él desfilaban todos sus días felices con Lola, su sonrisa. Y en sus oídos resonaba su risa alegre. Cuando bajaron el ataúd, cayó de rodillas y lloró como un animal herido.
—¿Cómo voy a vivir sin ti? ¿Qué haré? ¿Para qué seguir? —Las lágrimas le caían por las mejillas, y en su alma solo había un vacío. Donde antes estaba su corazón, ahora había un agujero negro.
Tras el funeral, se refugió en el alcohol. Bebía sin control, para no recordarla, para no oír su voz en su cabeza.
Los padres de Lola se llevaron a las niñas. Creían que José Antonio nunca superaría su dolor y no podría ser un buen padre.
A los cuarenta días de la muerte de Lola, José Antonio, borracho como siempre, se durmió en el corral. Y soñó. Entraba Lola en casa, con un vestido blanco, el pelo suelto sobre los hombros, y los rayos del sol naciente brillaban en sus rizos rojizos. Se acercó a él, le acarició la cabeza y le habló con esa dulzura de antes:
—Pepe, cariño, ¿qué estás haciendo? ¿No te da vergüenza? —entornó sus ojos verdes y le hizo un gesto de reproche—. Las niñas apenas ven a su padre, lo echan de menos. Tú, Pepe, las necesitas, como yo te necesitaba a ti. Si aún me quieres, no las abandones. Quiérelas como me quisiste a mí.
José Antonio despertó, la borrachera había desaparecido, y el sol entraba por la ventana, calentándole la mejilla. En cuanto amaneció, fue a casa de los padres de Lola, afeitado y con la ropa planchada. Su mirada era seria, llena de una sabiduría repentina, como si hubiera envejecido cincuenta años de golpe. Besó la mano de su suegra, abrazó con fuerza a su suegro, se llevó a las niñas y volvió a su casa.
Desde entonces, vivieron los cuatro. Él se esforzó por ser padre y madre. Aprendió a cocinar, a lavar, a remendar. Y hasta hacía mejores trenzas que cualquier mujer.
En el colegio, todas las niñas eran elogiadas: buenas notas, obedientes, atentas. Y si alguien las molestaba, José Antonio acudía como un halcón a defenderlas.
Los vecinos le preguntaban por qué no se volvía a casar. Era un hombre joven, guapo, con salud. Pero él solo respondía, sorprendido, que ya estaba casado.
—¿No ven? Ya tengo tres novias en casa, ¿y voy a traer una cuarta? No, con cuatro no podría…
Así, entre bromas, noches en vela, sacrificios y trabajo duro, José Antonio crió a sus tres hijas. Cuando ya estaban en bachillerato, una vecina empezó a visitarle. Le llevaba setas secas, arenques en salazón… Le tiraba los tejos sin parar. Él veía que no se rendía, pero no quería ser grosero. Una tarde la invitó y le preguntó:
—¿A cuál de mis hijas quieres más?
Ella contestó:
—¡Tus hijas no me interesan! Pronto acabarán el instituto y se irán. ¿Y tú? ¿Vas a pasar el resto de tu vida solo? Te quiero a ti, no a ellas.
José Antonio la miró:
—Toma, aquí tienes mi retrato —le dio una foto—. Quiéreme en tu casa todo lo que quieras.
Y la vecina se marchó con un palmo de narices.
Las niñas crecieron, fueron a la universidad, pero nunca olvidaron a su padre. Todos los fines de semana volvían las tres para ayudarle en casa y en la huerta.
Después, José Antonio las casó. Habló con cada novio, como su suegro había hecho con él. Solo deseaba felicidad para sus tres princesas.
Ahora, sus hijas son mujeres hechas y derechas. Cada una tiene su familia, hijos, responsabilidades. Pero ninguna se olvida de su padre. Todos los fines de semana y festivos, van con sus familias a visitarlo al pueblo. José Antonio era querido por hijas, nietos y hasta su bisnieto pequeño.
Cuando cumplió 81 años, volvió a soñar.
Estaba en un campo, joven y fuerte, con los hombros anchos y el pelo negro. Y hacia él corría su Loli, con su vestido blanco, descalza, los rayos del sol enredados en su pelo, brillando como si quisieran escapar. Él abrió los brazos, y su corazón latía con fuerza, como si quisiera salirse del pecho.
—Pepe, mi amor, ¡qué bien lo has hecho! Les diste una vida feliz a nuestras niñas. Lo vi todo. Cada día rezaba por ti —le tomó la mano con ternura—. Vamos. Ahora estaremos juntos para siempre.
Se cogieron de la mano y caminaron por la hierba, verde y espesa como la malaquita.
Toda la familia vino al funeral. Sus hijas lo lloraron con el alma, pero sabían una cosa:
Ahora estaba al lado de la mujer a la que amó toda su vida.
Esta historia es real, la vida de un buen hombre. Un padre con mayúsculas. Me la contó mi abuela. Todo el