**EL VIUDO**
Diego se enamoró de Lucía desde la escuela. Pequeña, delicada, con un puñado de pecas doradas sobre la nariz. Así la vio por primera vez, y con solo doce años, su corazón quedó prendado de ella. Lucía era tres años menor. Siempre sacaba las mejores notas, tímida y reservada, mientras que Diego, año tras año, se aferraba más a su recuerdo. La observaba en el patio, saltando a la comba con sus amigas, ligera como una mariposa bajo el sol.
Cuando volvió del servicio militar, ese mismo día fue a ver a Lucía con un ramo de flores para pedir su mano. Su padre, un hombre severo y serio, lo recibió en el salón. Tras una larga conversación, asintió con una sonrisa y le entregó la mano de su hija.
La boda fue alegre, con familiares llegados de todos los rincones. Celebraron durante tres días. Los ojos de Lucía brillaban de felicidad, y Diego estaba orgulloso: creía haber encontrado a la mujer más maravillosa del pueblo.
Dos años después, con ayuda de sus padres, construyeron una casa. Lucía flotaba de felicidad: tres meses antes de dar a luz a su primer hijo, por fin tenían un hogar propio. Nació una niña, a la que llamaron Isabel, en honor a la abuela de Lucía. La pequeña era fuerte y sana, pero para Lucía el parto fue un calvario.
Durante un año, su rostro permaneció pálido, sin fuerzas. Diego la llevó a médicos, pero estos solo encogían los hombros: el cuerpo necesitaba tiempo para recuperarse.
Cuando Isabel cumplió año y medio, Lucía descubrió que esperaba otro hijo. Los médicos le aconsejaron interrumpir el embarazo. Su cuerpo no estaba preparado. Pero ella se negó.
—¡No voy a matar a mi hijo! Si quiere nacer, será por algo. Está en manos de Dios.
El último mes lo pasó en el hospital. En casa, su hija añoraba a su madre, y Diego, con el corazón encogido, presagiaba la desgracia.
Y no se equivocó. Lucía no resistió el parto. Su corazón se detuvo, pero dejó en el mundo a dos gemelas preciosas.
Diego se hundió en el dolor. En el entierro, junto a la tumba, su mirada estaba vacía, perdida. En su mente desfilaban los recuerdos de su vida con Lucía: su risa, su sonrisa. Cuando bajaron el ataúd, cayó de rodillas y sollozó como un animal herido.
—¿Cómo voy a vivir sin ti? ¿Para qué seguir?
Las lágrimas le quemaban las mejillas y en su pecho solo quedaba un vacío negro.
Después del funeral, se refugió en el alcohol. Bebía para olvidar, para ahogar su voz en su cabeza.
Los padres de Lucía se llevaron a las niñas. Creían que Diego jamás superaría su dolor.
A los cuarenta días, ebrio y perdido, se durmió en el corral. Y soñó. Lucía entró en casa, vestida de blanco, el pelo suelto, dorado por el sol de la mañana. Se acercó, le acarició la cabeza y le habló con dulzura:
—Diego, mi vida, ¿qué estás haciendo? Nuestras hijas te necesitan. Si me amaste, cuídalas como cuidaste de mí.
Al despertar, la resaca había desaparecido. El sol entraba por la ventana, y en su pecho latía una nueva determinación.
Se afeitó, se vistió con elegancia y fue a casa de sus suegros. Besó la mano de su suegra, abrazó con fuerza a su suegro y se llevó a sus hijas.
Desde entonces, vivieron los cuatro. Aprendió a cocinar, a lavar, a coser. Hasta a trenzar coletas como nadie.
Las niñas crecieron brillantes en los estudios, obedientes y cariñosas. Y si alguien las molestaba, Diego acudía como un halcón.
Los vecinos le preguntaban por qué no se volvía a casar. Él sonreía.
—Ya estoy casado. Tengo tres mujeres en casa. ¿Quieren que traiga una cuarta?
Con risas, noches en vela y trabajo duro, crió a sus tres hijas.
Cuando ya eran mayores, una vecina empezó a visitarlo. Le llevaba regalos, insinuaciones. Una noche, la recibió y le preguntó:
—¿A cuál de mis hijas quieres más?
Ella se rió.
—¡No quiero a tus hijas! Pronto se irán. Pero tú… ¿vas a quedarte solo?
Diego le entregó una foto suya.
—Toma. Ámame en casa todo lo que quieras.
La mujer se marchó con el rabo entre las piernas.
Las chicas estudiaron, se casaron, pero nunca olvidaron a su padre. Los fines de semana volvían, ayudaban en la huerta, en la casa.
Y cuando llegó el momento, Diego habló con cada yerno, como su suegro lo había hecho con él. Solo deseaba felicidad para sus princesas.
Ahora, sus hijas tienen sus propias familias. Pero nunca olvidan al hombre que las crió. Cada domingo, cada festivo, regresan al pueblo con sus hijos y nietos.
Cuando cumplió ochenta y un años, soñó de nuevo.
Estaba en un campo, joven y fuerte. Hacia él corría Lucía, vestida de blanco, el pelo al viento, iluminada por el sol. Él abrió los brazos, el corazón a punto de estallar.
Se abrazaron, y ella le susurró:
—Mi Diego, qué bien lo has hecho. Te he visto desde arriba, rezando por ti cada día.
Y tomándolo de la mano, añadió:
—Vamos. Ahora, para siempre.
Caminaron juntos sobre la hierba, verde como la esmeralda.
En su funeral, toda la familia lloró. Sus hijas sintieron el dolor de la despedida, pero sabían una cosa:
Ahora estaba al lado de la mujer que amó toda su vida.
Esta es la historia real de un hombre bueno. Un padre con mayúsculas. Su vida, contada por los que lo conocieron. Porque así es el amor: a veces, un hombre elige vivir no para sí mismo, sino para quienes más ama.