Estanislao siempre fue el niño de mamá, incluso cuando ya era un hombre hecho y derecho.
Cuando al fin me decidí a casarme, ya había cumplido los treinta y cinco. No tenía prisa, no quería entregarme al primero que apareciera. Soñaba con un amor verdadero, profundo, consciente, como en las buenas películas: correspondido, cálido, en igualdad. Y, a decir verdad, vivía cómodamente sola.
Tenía un trabajo respetable, un buen sueldo en euros, y a mis espaldas, decenas de países que había visitado gracias a mis viajes de trabajo. Cada fin de semana lo pasaba con mis amigas, de bares, de excursión, en viajes improvisados. Todo parecía en su lugar. Hasta que mi familia empezó a insistir: «¿Cuándo te vas a casar?», «¿No quieres darnos nietos?», «Pronto ya no serás tan joven…».
Y, como por maldición, mis amigas, una tras otra, empezaron a casarse. Hace unos años todas hablábamos de libertad e independencia, y ahora ellas pelaban patatas y lavaban pañales. Y yo me quedé sola.
En el trabajo, desde hacía tiempo, un compañero me había echado el ojo: Estanislao. Educado, galante, de buena presencia, un poco mayor que yo. Eso sí, nunca se había casado. Y precisamente eso me hacía dudar. Un hombre rozando los cuarenta, siempre soltero… ¿No era raro?
Pero Estanislao juraba que no había huido del matrimonio. Al contrario, siempre había soñado con una familia, hijos, un hogar acogedor. Decía que simplemente no había encontrado a «la mujer de su vida».
Cuando una vez más me invitó a una cafetería, pensé: ¿por qué no? Todo encajaba: había atracción, la conversación fluía, era una persona de fiar. Y dije que sí. A los pocos meses, nos casamos.
La boda fue sencilla, pero sincera. Y fue justo después cuando comprendí por qué nadie antes había conseguido «domar» a Estanislao.
La respuesta era su madre.
O, más bien, la enfermiza dependencia que él tenía de ella. Ese hombre, aparentemente maduro, resultó ser el típico niño de mamá.
Al principio vivimos en su piso en el centro de Valladolid. Ella, por decirlo suavemente, no nos dejaba respirar. Sin su opinión no se tomaba ninguna decisión, desde el color de las sábanas hasta qué desayunaba. Cada paso, vigilado. ¿Y Estanislao? Asentía. Obedecía. Temía hasta contrariarla con una palabra.
Cuando intenté hablar con él de buscar un piso propio, se ponía nervioso, callaba, cambiaba de tema. Solo tras mucho insistir conseguimos una hipoteca y nos mudamos a un luminoso apartamento nuevo.
Pero, ay, la distancia física no significó libertad.
Estanislao seguía viviendo bajo las órdenes de su madre. Los fines de semana, comida en su casa. Cada paso suyo iba acompañado de una llamada: «Mamá, ¿tú qué opinas?…» Hasta las bombillas las compraba solo si ella decía que eran buenas. Hasta el ramo de flores me lo traía solo cuando ella le recordaba que había que hacer feliz a su esposa.
Al principio lo ignoraba. Sobre todo cuando nuestros hijos eran pequeños y yo dejé de trabajar temporalmente. Entendía que él se esforzaba, traía el dinero a casa, y su madre era su referente.
Pero el tiempo pasó. Volví a trabajar, a mi ritmo, a mis proyectos. Y cada vez sentía con más fuerza el peso de estar junto a un hombre incapaz de tomar decisiones por sí mismo.
Me cansaba no tanto del trabajo como de esa constante dependencia: «mamá ha dicho», «mamá recomienda», «mamá opina…». Ella se había convertido en una intrusa en nuestro matrimonio.
Volví a ser independiente económicamente. Podía mantener a mis hijos y a mí misma. Y cada vez más me daba cuenta de que Estanislao no era mi marido, sino otro niño. Solo que no un niño dulce, sino un adulto obstinado e infantil, pegado a las faldas de su madre.
Ahora estoy en una encrucijada. ¿Mantener la familia por los niños, fingir que todo está bien? ¿O conservar mi paz y marcharme?
Chicas, las que hayáis pasado por esto, aconsejadme. ¿Qué elegisteis vosotras? ¿Vale la pena luchar por un matrimonio donde uno de los dos entregó su corazón a otra mujer… aunque sea su madre?