El hombre que nunca dejó de ser el niño de mamá.

Oye, te voy a contar una historia que me pasó a mí… Verás, yo siempre fui de esas que no se casaba por casar. Ya pasados los treinta y cinco, cuando al fin me decidí, fue porque quería algo de verdad, ¿sabes? Algo bonito, como en las pelis: complicidad, cariño, complicidad… La verdad es que vivía bien sola.

Tenía un buen curro en Madrid, dinero para viajar —gracias a los viajes de trabajo conocí medio mundo— y los findes los pasaba con mis amigas de cañas, de escapadas… Todo iba sobre ruedas. Hasta que la familia empezó con el ‘¿y el novio?’, ‘¿para cuándo los nietos?’, ‘se te pasa el arroz, hija’. Y mis amigas, como para fastidiar, se fueron casando todas. ¡Si antes hablábamos de ser libres e independientes, y de repente están todas cambiando pañales! Y yo, sola como una seta.

En el trabajo llevaba tiempo tirándome los tejos un compañero, Estanislao. Un tío educado, fino, bien parecido, algo mayor que yo. Pero nunca se había casado, y eso… ¿Un hombre cerca de los cuarenta y siempre soltero? Raro, ¿no? Él juraba que no era por nada, que lo que quería era una familia, hijos, un hogar… Que simplemente no había encontrado a la indicada.

Total, que un día me invitó a un café, y dije: ‘¿Por qué no?’. Había química, la conversación fluía, parecía un tipo serio… Así que le di que sí. Y a los meses, nos casamos. Fue una boda sencilla, pero bonita. Y ahí fue cuando entendí por qué nadie antes había ‘domado’ a Estanislao.

La respuesta: su madre.

Vamos, que el pobre era un niño de mamá de libro. Al principio vivíamos en su piso en el centro de Salamanca, y ella, por decirlo suave, no nos dejaba respirar. Todo, absolutamente todo, pasaba por su visto bueno: la ropa de cama, qué desayunábamos… Hasta cómo respiraba. Y Estanislao, ¿qué hacía? Asentía. Obedecía. Le daba miedo hasta contrariarla.

Cuando le planteé lo de tener nuestro propio piso, se ponía nervioso, cambiaba de tema… Al final, tras mucho insistir, pedimos una hipoteca y nos mudamos. Pero ni eso nos liberó.

Estanislao seguía viviendo bajo las órdenes de su madre. Los domingos, comida en su casa. Cada decisión, una llamada: ‘Mamá, ¿qué te parece?’. Hasta las bombillas las compraba solo si ella decía que eran buenas. ¡Y los ramos de flores solo me los traía si ella se lo recordaba!

Al principio lo aguanté, sobre todo cuando los niños eran pequeños y yo estaba en casa. Pensaba: ‘Bueno, trabaja, trae dinero, y su madre es importante para él…’. Pero cuando volví al trabajo, me di cuenta de lo agotador que era vivir con alguien que no decidía nada por sí mismo.

Ahora tengo mi sueldo, puedo mantenerme yo y a los niños… Y cada vez pienso más que Estanislao no es un marido, es otro niño. Pero no uno adorable, sino un adulto terco e infantil, pegado a las faldas de su madre.

Y aquí estoy, en la encrucijada. ¿Mantener las apariencias por los niños? ¿O salvar mi paz mental e irme?

¿Tú qué harías? ¿Vale la pena luchar por una familia donde uno de los dos ya le entregó el corazón a otra mujer… aunque sea a su madre?

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El hombre que nunca dejó de ser el niño de mamá.