El hombre más importante

A principios de noviembre, el frío llegó de golpe. Del cielo caía una llovizna helada, el viento arrancaba gorros y abría los abrigos. Lucía se alegró de que el suyo tuviera cremallera. Pero el viento la atravesaba, sin contar los pies en botas cortas y medias finas. Con la cabeza hundida entre los hombros, parecía un gorrión acurrucado en la parada del autobús, que no llegaba.

Un coche se detuvo junto a la acera, y el conductor tocó el claxon. La gente en la parada se miró, y todos, sin saber por qué, volvieron sus miradas hacia Lucía. Ella se acercó al vehículo. La ventanilla bajó, y reconoció a un compañero de trabajo.

—Sube rápido, que te vas a congelar. El autobús tardará —dijo él con una sonrisa.

Sin pensarlo, Lucía ocupó el asiento del copiloto. Dentro hacía calor, y el aullido del viento desapareció.

—Gracias —respondió, acomodándose.

—No es nada. Paso por aquí todos los días, pero nunca te había visto.

—Suelo salir antes, pero hoy me entretuve un poco —contestó Lucía.

Álvaro llevaba tiempo fijándose en aquella mujer tranquila y discreta. Cuando entraba en contabilidad, ella lo saludaba con amabilidad y volvía a inclinar la cabeza sobre los papeles. No cotilleaba ni coqueteaba como otras. Al verla en la parada, se alegró: tendría quince minutos enteros con ella a su lado en el coche.

Natalia había sido igual de reservada y callada al principio. Pero después de la boda, parecía otra persona. Se volvió caprichosa, irritable por todo. Álvaro pensó que sería el embarazo. Luego nació su hija, y todo empeoró. Siempre descontenta, se quejaba de que él ganaba poco, de que los demás maridos eran mejores, de que a ella le había tocado la peor parte. Que su amiga Lola se había comprado un abrigo nuevo, que Marisa se fue a Canarias…

—Cuando terminemos de pagar la hipoteca, tendremos de todo —intentaba calmarla Álvaro.

—¿Hasta la jubilación? —gritaba ella, y la discusión volvía a empezar.

Una tarde, Álvaro volvía a casa después del trabajo, ya de noche. La luz de las ventanas iluminaba débilmente el portal. Antes de entrar, un coche se detuvo, y una mujer salió de él, riendo feliz mientras le hacía un gesto al conductor.

Por esa risa, Álvaro reconoció a su esposa. Sintió un nudo en el estómago, como si le hubieran dado un puñetazo. Entendió que sus quejas eran porque había encontrado a alguien mejor, con más dinero. Al entrar en el portal, aún escuchó el taconeo rápido en las escaleras y olió el perfume caro que siempre usaba.

No montó un escándalo. Simplemente recogió sus cosas.

—¡Vete y no vuelvas! —gritó su mujer desde el dormitorio.

Su hija corrió hacia él, abrazándolo.

—¡Papi, no te vayas!

—Claudia, no me voy de ti. Siempre seré tu padre.

A su hija la quería con locura.

Su esposa apareció en el recibidor, cruzando los brazos.

—No te quedas con el piso, no te hagas ilusiones —dijo con dureza.

Álvaro se giró de golpe.

—Yo he pagado la hipoteca todos estos años. También necesito un sitio donde vivir.

—Los hombres de verdad dejan todo a sus mujeres e hijos —replicó ella con sarcasmo.

—Pues yo no soy un hombre de verdad. —Y salió del piso.

En el juicio, Álvaro escuchó en silencio, ardiendo de vergüenza, cómo su esposa lo acusaba de no llevar dinero a casa, de que ella tenía que trabajar como una esclava mientras él no hacía nada. La jueza la reprendió al notar su vestido de marca y sus botas italianas. El divorcio fue rápido.

Pero dividir el piso llevó tiempo. A ella no le gustaba nada de lo que proponía la inmobiliaria. Al final, se quedó con un apartamento de cocina grande en el mismo barrio, y a Álvaro le tocó un minúsculo estudio en las afueras. Tras el trabajo, se dedicó a reformarlo, distrayéndose de los malos pensamientos.

Un día no pudo más y fue a buscar a Claudia al colegio. La niña se alegró, lo abrazó y lloró. El corazón de Álvaro se partió de amor y pena. Llamó a su exmujer y le pidió que dejara a Claudia ir con él los fines de semana, aunque fuera un rato. Esperaba otro drama, pero, para su sorpresa, ella accedió. Así podía centrarse en su vida.

Desde entonces, los sábados, llevaba a su hija al cine o a su casa.

Álvaro miró de reojo a Lucía. Ella miraba al frente, pensativa. Al llegar al trabajo, bajó del coche y le dio las gracias con la misma discreción de siempre, sin coqueteos.

Después del trabajo, la esperó en la parada y la llevó a casa.

—¿A qué hora sales de casa? —preguntó Álvaro cuando Lucía se disponía a bajar.

—Me vas a mal acostumbrar. Lo bueno se agarra rápido —respondió con una sonrisa antes de salir.

Al día siguiente, la esperó de nuevo. Así empezó a llevarla al trabajo, luego la invitó al cine…

—Pero si es un buen partido, mujer. ¿A qué esperas? Mira que otra se lo lleva —le decía su amiga a Lucía—. ¿Solo os veis en el coche?

—No empieces. Con el niño en plena adolescencia, ya tengo bastante —se defendía Lucía.

—Pues más razón. Un hombre en casa le vendría bien —insistió la amiga.

Lucía lo pensó. Álvaro le caía bien. Respetuoso, nada invasivo. Pero le daba miedo la reacción de su hijo. Un fin de semana, decidió invitarlo a casa. Pasó la mañana cocinando y haciendo pasteles.

—Mamá, ¿viene alguien? —preguntó Pablo al entrar en la cocina.

—Sí, a comer. ¿No te vas a escapar, verdad?

—¿Tengo que quedarme? —respondió con mal humor.

—Claro que sí. Y no robes comida —le dio un suave golpe en la mano cuando intentó coger un trozo de chorizo de la ensaladilla.

Se puso un vestido elegante, se rizó el pelo y se maquilló levemente. Pablo la miró con sorpresa, pero no dijo nada. Cuando Álvaro llegó con un ramo de rosas y una caja de bombones, el chico se tensó. En la mesa, respondía con monosílabos, dejando claro su enfado. Poco después, se encerró en su habitación.

—No le he caído bien —dijo Álvaro, preparándose para irse.

—No es eso. Hemos estado solos siempre. Me tiene celos. Necesitará tiempo… —intentó suavizar Lucía.

Cuando Álvaro se fue, entró en la habitación de Pablo. Estaba con los auriculares, frente al ordenador.

—Pablo, solo ha venido de visita. Tú crecerás, te casarás, y yo me quedaré sola. ¿Y si tu novia, cuando la tengas, no me cae bien? ¿Cómo te sentirías si me pusiera así?

Pablo ni siquiera levantó la vista. Lucía no supo si la escuchaba. Se quedó un rato más, pero él fingió ignorarla.

—Eres el hombre más importante de mi vida. Si no quieres, no volverá —dijo antes de salir.

El lunes, Álvaro la esperó en la parada.

—¿Qué tal tu hijo? ¿Sigue enfadado? —preguntó en cuanto ella subió.

—Necesita tiempo. En el fondo es un buen chico.Finalmente, después de meses de paciencia y pequeños gestos, Pablo terminó por aceptar a Álvaro, comprendiendo que el amor de su madre no se dividía, sino que se multiplicaba.

Rate article
MagistrUm
El hombre más importante