El hombre más importante

A principios de noviembre el frío llegó de repente. Del cielo caía una lluvia molesta de granizos diminutos, el viento arrancaba gorros y abría las gabardinas. Lucía se alegró de que la suya tuviera cremallera. Pero el viento la calaba hasta los huesos, sin contar lo de llevar botas cortas y medias finas. Lucía encogía el cuello mientras esperaba en la parada, parecía un gorrión acurrucado. Y el autobús no llegaba nunca.

Un coche se detuvo junto a la acera y el conductor tocó el claxon. La gente de la parada se miró entre sí y, por algún motivo, todos miraron a Lucía. Ella se acercó al coche. La ventanilla bajó y reconoció a un compañero del trabajo.

—Sube rápido, que te vas a congelar. El autobús aún tardará —dijo él, sonriendo.

Lucía, sin pensarlo dos veces, se acomodó en el asiento del copiloto. Dentro hacía calor y no se oía el aullido del viento.

—Gracias —dijo, ajustando el cinturón.

—No hay de qué. Paso por aquí todos los días y nunca te había visto.

—Es que suelo salir antes, hoy me retrasé un poco —contestó Lucía.

Roberto llevaba tiempo fijándose en aquella mujer tranquila y joven. Cuando entraba en contabilidad, ella lo saludaba amablemente antes de volver a sus papeles. No cotilleaba, ni coqueteaba con los hombres como otras. Al verla en la parada, se alegró: quince minutos enteros a su lado en el coche.

Tiempo atrás, su exmujer Marina también era callada y discreta. Pero después de la boda, cambiaron sus prioridades. Se volvió caprichosa, se irritaba por todo. Al principio, Roberto pensó que sería el embarazo. Luego nació su hija y empeoró. Siempre insatisfecha, se quejaba de que Roberto ganaba poco, de que otros maridos sí daban la talla, de que su amiga Lola se había comprado un abrigo de piel nuevo o que otra, Marta, se había ido a las Islas Canarias…

—Cuando acabemos de pagar la hipoteca, lo tendremos todo —intentaba calmarla Roberto.

—¿Hasta la jubilación? —gritaba ella, y la discusión volvía a empezar.

Una tarde, Roberto volvía a casa ya de noche. La luz de las ventanas alumbraba débilmente el portal. Un coche se detuvo y de él salió una mujer, que sonrió al conductor y se rió con felicidad.

Por esa risa, Roberto reconoció a su esposa. Le entró un asco que casi le hace vomitar. Comprendió que sus reproces eran porque había encontrado a alguien mejor, con más dinero. Al entrar en el portal, aún se oía el taconeo rápido en las escaleras y el aroma de su perfume caro.

No montó un escándalo. Simplemente, recogió sus cosas.

—¡Vete y no vuelvas! —le gritó su mujer desde el dormitorio.

Su hija corrió hacia él y lo abrazó.

—¡Papá, no te vayas!

—Alicia, no me voy de ti. Siempre seré tu padre.

A su hija la quería con locura.

Su esposa apareció en el recibidor, cruzada de brazos.

—No te quedes con el piso, ni lo sueñes —dijo tajante.

Roberto se giró hacia ella.

—Llevo años pagando la hipoteca. Yo también necesito un techo.

—Los hombres normales, cuando se van, dejan todo a sus mujeres e hijos —replicó ella, burlona.

—Pues yo no soy normal. —Roberto salió del piso.

En el juicio, Roberto calló mientras, quemándose de vergüenza, escuchaba a su mujer acusarlo de no llevar dinero a casa, de vestir harapos, de no ayudarla. La jueza la reprendió por llevar un vestido de marca y botas italianas. El divorcio fue rápido.

Pero dividir el piso tardó. A ella no le gustaba ninguna de las opciones del agente inmobiliario. Al final, se quedó con un apartamento de cocina grande en el mismo barrio. A Roberto le tocó un minúsculo estudio en las afueras. Tras trabajar, se dedicaba a reformarlo, distrayéndose de sus penas.

Un día no pudo más y fue a buscar a Alicia al colegio. La niña se alegró, lo abrazó y lloró. El corazón de Roberto se partía de amor y pena. Llamó a su exmujer y le pidió dejar a Alicia con él un par de horas los fines de semana. Esperaba otro berrinche, pero ella accedió, encantada de tener tiempo libre.

Así que empezó a llevarla a su casa los domingos o al cine si hacía buen tiempo.

Roberto miró de reojo a Lucía. Ella miraba al frente, ensimismada. Al llegar a su trabajo, le dio las gracias con sencillez, sin coqueterías.

Después del trabajo, la esperó en la parada y la llevó a casa.

—¿A qué hora sales de casa? —preguntó Roberto cuando ella se bajaba.

—Me vas a malacostumbrar. Uno se habitúa rápido a lo bueno —sonrió y salió.

Al día siguiente, la esperó de nuevo. Así empezó todo: primero llevarla al trabajo, luego invitarla al cine…

—Pero si es un tío estupendo. ¿A qué esperas? Mira que otra se te adelante —le decía su amiga a Lucía—. ¿Solo salís en coche o qué?

—No insinúes tonterías. Con mi hijo en plena adolescencia, ya tengo bastante —se defendía Lucía.

—Pues más razón para presentárselo. Hace falta un hombre en casa —insistía su amiga.

Lucía lo pensó. Roberto le gustaba. No se pasaba de listo, no insistía en intimar. Pero temía la reacción de su hijo. Un domingo, lo invitó a comer. Pasó la mañana cocinando y haciendo dulces.

—Mamá, ¿viene alguien? —preguntó Pablo al entrar en la cocina.

—Sí, a la hora de comer. ¿Te quedas?

—¿Es obligatorio? —contestó, arisco.

—Claro que no. Pero lavaos las manos antes —le dio un suave manotazo cuando intentó coger un trozo de jamón del plato.

Se puso un vestido elegante, se rizó el pelo y se maquilló un poco. Pablo la miró extrañado, pero no dijo nada. Cuando llegó Roberto con un ramo de rosas y bombones, el chico se puso tenso. Respondió con monosílabos durante la comida, dejando claro su descontento, y acabó encerrándose en su habitación.

—No le caigo bien —suspiró Roberto, preparándose para irse.

—No es eso. Hemos vivido solo él y yo. Es celoso. Celos de niño y de hombre. Necesita tiempo… —intentó calmar la situación Lucía.

Cuando Roberto marchó, Lucía entró en la habitación de Pablo, que estaba con los cascos puestos.

—Pablo, solo vino a visitarnos. Tú crecerás, te casarás y yo me quedaré sola. ¿Y si tu novia no me cae bien? ¿Te gustaría que me pusiera así?

Pablo ni siquiera levantó la vista de la pantalla. Lucía no supo si la escuchaba. Esperó un rato, pero él fingió no verla.

—Eres el hombre más importante de mi vida. Si no quieres, no volverá —le dijo, y salió.

El lunes, Roberto esperaba en la parada.

—¿Qué tal tu hijo? ¿Me odia? —preguntó en cuanto Lucía subió al coche.

—Necesita tiempo. En el fondo es buen chico. No está preparado para compartirme. Quizá me precipité. Perdóname, pero su opinión me importa.

Lucía salió antes del trabajo para evitar a Roberto. Días evitándolo. En laEntonces, Roberto decidió hablar con Pablo directamente, y mientras el adolescente escuchaba razones con los brazos cruzados, un brillo de comprensión asomó en sus ojos cuando comprendió que el amor no es un juego de suma cero, sino un espacio que crece cuando se comparte.

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El hombre más importante