**El Hombre Práctico**
Visitamos a mi suegro en su pueblo, a unos cien kilómetros de la ciudad. Es la misma casa donde nació y creció, de donde escapó a los diecisiete años para ir al frente y a la que regresó en el cuarenta y cinco, con un muñón en el hombro derecho en lugar de un brazo…
—¡Miguel no está! Salió a por leña —nos dice tía Eugenia, su mujer—. ¡En el pueblo de al lado están derribando el salón social! Nos han dado el edificio para desmontarlo.
Mi suegro ronda los ochenta, pero sigue siendo un hombre fuerte. Nada que ver con los de ahora.
—¿Queda lejos el pueblo? —preguntamos a tía Eugenia.
—¡No! —hace un gesto con la mano—. A unos cinco kilómetros.
Mi mujer y yo nos miramos, desconcertados.
Poco después, “llega”. Su transporte es un viejo carrito de bebé de los setenta, sin cesta, inclinado bajo el peso de unas tablas viejas. Se quita las correas cruzadas en el pecho que usa para arrastrar la carga.
—¡Mira! —se jacta, mostrando su botín caído del cielo—. Con un par de viajes más, tendré suficiente para el invierno.
—¿Cómo va a cortarlas, Miguel? —le ayudo a apilar las tablas.
—Ahí está mi taller.
Me señala un banco de trabajo toscamente hecho, lleno de herramientas para cortar madera. Solo tiene un brazo. Encima hay una sierra vieja y oxidada, con un mango metálico. Igual que la que tenía mi padre. Con ella aprendí a cortar mis primeras tablas.
El corazón se me encoge. Quiero ayudarlo. Estoy dispuesto a ir con mi todoterreno o incluso a pagar a alguien para que lo haga.
—¿Necesitas ayuda, Miguel? —le pregunto.
Pero no me escucha. Con su único brazo me detiene y se ajusta de nuevo las correas.
—¡Los camiones solo estorban! A veces pasan tan cerca del arcén que casi me atropellan —se lamenta.
Y es cierto. Hay muchos. Enormes, largos, volando a toda velocidad por esta carretera de paso.
—¡Eugenia! ¡Me voy! —grita a su mujer. Ella sale a despedirlo y, cuando se aleja del patio, nos dice con orgullo:
—¡El proveedor!
Entonces entiendo. No necesita ayuda. Vive sintiéndose útil, no como un simple hombre, sino como un hombre de verdad. Aunque trabajó toda su vida como decano en una facultad de economía.
Miro a lo lejos y veo a un anciano solitario, caminando por el arcén con su viejo carrito atado con cuerdas y correas cruzadas en el pecho. En ese carrito alguna vez llevaron a mi futura esposa. Me recuerda a los antiguos arrastrando barcas, solo que ahora lo rodean camiones que lo envuelven en humo y hollín.
No puedo evitar ayudarlo. Mi hijo y yo vamos a una ferretería. En su banco dejamos una sierra nueva, sueca, con dientes endurecidos y guardada en su estuche.
Cinco años después, lo llevamos a vivir con nosotros. En la comodidad de la ciudad, no aguantó ni medio año…
Más tarde, después del funeral, en el velatorio, encontraré la sierra que le regalamos, intacta en su estuche, sobre la vitrina. Los vecinos dirán de Miguel:
—¡La cuidaba! ¡Era un hombre práctico!
—Así es —asiento—. Un hombre de verdad. Ya no los hacen así…