El hogar y la historia de una familia

**Diario de un hogar, o La historia de una familia**

Hoy volví del instituto con el alma pesada. Pensaba en cómo ocultarle a mamá mi suspenso en matemáticas. Ojalá no estuviera en casa. Así podría esconder el boletín bajo la almohada y decir que lo había olvidado en clase. Pero… ¿y mañana? No podía fingir todos los días que lo perdía. Tarde o temprano se enteraría.

«Hoy lo escondo, mañana me esfuerzo para subir la nota. Si lo arreglo, quizá no se enfade tanto», me dije, apretando el paso.

Mamá no paraba de recordarme lo importante que era estudiar. Primero, para no manchar el apellido de papá, que era catedrático. Y segundo, para mantener la mente activa. Nuestra familia tenía antecedentes de enfermedades degenerativas. La abuela murió de Alzheimer cuando yo tenía dos años.

Entré en el piso con cuidado, evitando hacer ruido. El abrigo de mamá colgaba del perchero: estaba en casa. Me deslicé hasta mi habitación, escondí el boletín bajo la almohada y respiré aliviada. Me cambié y me puse a estudiar. Incluso repasé el tema de historia dos veces, pero mamá no apareció. Raro en ella.

Abrí la puerta y escuché. Silencio. ¿Estaría enferma? Nuestro piso era amplio, con techos altos y ventanales, en pleno centro de Madrid. Los muebles, antiguos y oscuros, ocupaban cada rincón. El pasillo, flanqueado por armarios, parecía interminable.

De pronto, el reloj de péndulo del salón dio las horas. Casi grito del susto. Después recordé que era el viejo reloj del abuelo. Al llegar a la cocina, encontré a mamá con la cabeza entre las manos.

—Mamá… —toqué su hombro.

Ella levantó la cara, los ojos hinchados de llorar.

—Tu padre… murió. En medio de una clase… —su voz sonaba vacía. Me abrazó con fuerza, sollozando contra mi hombro. Yo aguanté, pero al final también me derrumbé.

Al día siguiente no fui al instituto. No era día de pensar en suspensos. Fuimos al hospital, luego al tanatorio, donde mamá llevó el mejor traje de papá y sus zapatos casi nuevos.

En el funeral, medio departamento de la universidad se presentó. Papá era respetado. Pero aquel hombre en el ataúd no se parecía a él. Mamá, sin embargo, lloraba desconsolada: «¿Cómo vamos a vivir sin ti? ¿Por qué nos abandonaste?»

Después, mamá pasaba días enteros en la cama, llorando, sin comer. Yo cocinaba macarrones o tortilla. Cuando se acabó la comida, le pedí dinero.

—Toma —dijo, sin preguntar.

Compré salchichas, pan y dos paquetes de pasta.

Un día, al llegar, la encontré cocinando. Me alegré.

—¿Qué tal en el instituto? ¿Qué has comido estos días? —preguntó. Se disculpó: —Perdóname, me olvidé de ti. Mañana iré al departamento de tu padre a pedir trabajo. No me negarán una plaza, ¿verdad? Hay que seguir adelante.

Se veía demacrada, irreconocible. Pero al menos ya no lloraba.

El nuevo catedrático, discípulo de papá, la contrató como técnico de laboratorio. Con su titulación incompleta, no podía dar clases. El sueldo era bajo, así que aceptó limpiar el departamento por las noches.

—Qué vergüenza. La viuda de un catedrático, fregando suelos… —suspiraba. Yo a veces la ayudaba.

El dinero no alcanzaba. Mamá vendió sus joyas a las profesoras, casi regaladas. Luego no quedó nada.

Una vecina vino a ofrecerse a comprar algunos muebles. Mamá se negó.

—Un piso sin muebles ya no es un hogar.

—Piénsatelo. Si cambias de idea, ven, pero no ofreceré lo mismo —dijo la vecina, ofendida.

Le pregunté por qué los muebles valían más que las joyas.

—Eres muy joven para entender. Son antigüedades. Como las de los museos. Ni en la guerra los vendieron.

Entonces me contó cómo llegamos a este piso.

Vino de un pueblo pequeño a estudiar en la universidad, vivía en una residencia. Papá era profesor, aún no catedrático. Se enamoraron, aunque él era mayor. Cuando mamá quedó embarazada, él la trajo a vivir aquí.

La madre de papá nunca la aprobó. La menospreciaba, la consideraba indigna de su apellido.

—Casi me fui de casa, pero tu padre me defendió. Luego naciste tú, y su madre se calmó. Hasta que un día salió a comprar y no regresó. La encontraron en la estación, perdida. Había olvidado que vendieron la casa de campo tras la muerte del abuelo.

—Olvidaba cerrar el gas, dejar correr el agua… Era como cuidar de una niña, pero además tenía que cuidar de ti. Fueron dos años terribles. Al final, ni siquiera nos reconocía…

Cuando murió, convertimos su habitación en el despacho de papá. Él trabajaba mucho, publicaba en revistas científicas. «¿Recuerdas lo bueno que era? Yo lo amaba, aunque los últimos años fueron duros. Cuando consiguió la cátedra, fue como si se derrumbara. Empezó a olvidar cosas, como su madre. A veces, en clase, se quedaba en blanco. Temía que lo jubilaran. Y al final, el corazón cedió.»

Yo estaba en segundo de bachillerato cuando mamá trajo a Víctor a casa.

—¿Va a vivir con nosotras? —pregunté, molesta.

—No bebe, gana bien. Nos ayudará. Ya no tendré que limpiar el departamento.

No me caía bien. Evitaba estar con él, hasta comía aparte. Mamá dijo que se había divorciado, que dejó su piso a su exmujer e hija.

Una vez lo vi acariciando los muebles con avidez. Intenté advertir a mamá: «¿Seguro que no se casa contigo por el piso?». Pero ella hablaba de amor, de lo dura que era la soledad… Víctor era más joven que papá, incluso que ella.

Los primeros meses fueron tranquilos. Mamá recuperó la sonrisa, se arreglaba. Luego se resfrió. Un simple catarro, pero la tos no desaparecía. Le rogué que fuera al médico.

—Ya fui. Me recetaron pastillas. Ni siquiera tengo fiebre.

Pero empeoró. Flaca, pálida. La hospitalizaron.

Víctor hacía caldos y zumos, me pedía que los llevara. Pero los tratamientos no funcionaban. Una mañana, sonó el teléfono. Víctor contestó.

—Voy ahora —dijo.

—¿Quién era? —pregunté.

Se giró, frío:

—Del hospital. Tu madre… no ha superado la noche.

—Iré contigo.

En el hospital nos dijeron que fue un infarto. La enfermera no llegó a tiempo.

—Nos hemos quedado solos… —lloró Víctor, borracho, en la cocina.

Me encerré en mi habitación a llorar.

En el funeral, solo vinieron dos compañeras del departamento y la vecina que quería los muebles. Todos compadecían a Víctor.

Dos días después, lo escuché hablar por teléfono:

—Ten paciencia. No podemos… Es muy pronto.

—¿Qué es muy pronto? —pregunté.

—Pedí dinero prestado para el tratamiento de Vero. Ahora me presionan. Hablan de vender los muebles. Pero no lo haré.

Le creí. Su voz sonaba convincente.

Vivíamos como extraCon el tiempo, vendimos los muebles que quedaban, pero guardé el reloj de péndulo del abuelo, porque al final, lo único que perdura no son las cosas, sino los recuerdos que llevamos dentro.

Rate article
MagistrUm
El hogar y la historia de una familia