El hogar donde no se permiten pantalones

Jorge Luis estaba yendo de visita por primera vez en mucho tiempo. Se dirigía a la casa de una mujer que cada vez ocupaba más sus pensamientos: Lucía. Y eso que él había jurado no volver a tener relaciones ni formar otra familia. Ya había pasado por eso. Lo había vivido… y sobrevivido con dolor.

Su exmujer se fue de repente. Le dijo que nunca lo había querido, que el niño fue un accidente. Se lo llevó, y Jorge no podía perdonarlo. No olvidaba las noches en vela meciendo al pequeño, cómo lo cambiaba, la primera vez que escuchó “papá”. Luego, silencio. Juicios, prohibiciones, distancia. Una vez viajó a otra ciudad, vio a su hijo en la puerta, y el niño gritó: “¡Papá, quiero ir contigo!”. Pero lo apartaron a empujones. Lo metieron en el piso, cerraron la puerta, y Jorge solo alcanzó a oír su llanto: “¡Quiero a mi papá!”. Ahí se rompió. Y decidió: nunca más apegos. Solo trabajo. Solo soledad.

Pero Lucía era diferente. Se coló en su vida sin hacer ruido. Poco a poco, sin invadir. Simplemente estaba. Se veían por casualidad, hablaban breves minutos, hasta que él empezó a buscar sus miradas. Y luego, a buscarla a ella: cerca del supermercado, cerca de su trabajo. Sin ser pesado. Solo estar cerca. Supo que era viuda, con un hijo de casi cuatro años, vivía con su madre. Y no dejaba entrar a nadie en su vida. Pero un día lo invitó a su casa. “Conocerás a Adrián”, le dijo con voz temblorosa.

Llevó un juguete, un gran Lego. Se puso su mejor traje. El corazón le latía como a un chiquillo. Tocó el timbre.

—¿Quién es? —preguntó una vocecita.

—Jorge Luis.

—Ah, vale. Pasa. Mamá llega pronto. La abuela está dormida, le duele la cabeza. Pero… ¡quítate los pantalones!

—¿Qué? —se quedó helado.

—Es que vienes de la calle. Mamá dice que los pantalones de fuera tienen bacterias. Nos podemos poner malos. Hay que quitárselos en la entrada. ¡Aquí todo está limpio!

El niño hablaba en serio. Camisa blanca, pajarita, mirada directa.

—Em… ¿Y si no me los quito? Son limpios.

—Bueno… entonces pónte estas zapatillas. Son tuyas. Las compró mamá. Para que no manches. Yo soy Adrián. ¿Tú eres Jorge?

—Sí. Encantado.

—Aquí hay reglas. Yo no piso con zapatos. Solo junto a la pared o saltando la alfombra.

—¿Y tu madre es muy estricta?

—Mucho. Pero buena. Sobre todo si tú eres bueno. Entonces a lo mejor ni hace falta que te pongas las zapatillas.

Jorge soltó una risa. Adrián le cogió la mano y le murmuró:

—¿Te quedas para siempre?

—Me gustaría. Si tú quieres.

—Yo sí. Mamá se pondrá feliz. Y la abuela… la abuela despertará y lo sabrá.

—¿Por qué?

—Tiene olfato. Y corazón. Siempre sabe cuándo alguien es bueno.

Se sentaron a armar el Lego. Reían, discutían. El niño se encariñaba, y Jorge no podía apartar la vista de él. De pronto, la puerta se abrió.

—¡Mamá, no se ha quitado los pantalones! —gritó Adrián.

Lucía se rio. Luego se acercó, le pasó una mano por el hombro y susurró:

—Si estás preparado… quédate. Pero te aviso: nuestras reglas son raras.

Jorge sonrió:

—Por ustedes, las que sean. Hasta en calzoncillos por la alfombra. Lo importante es estar cerca.

Adrián bajó la voz y musitó:

—Papá…

Jorge volteó. El niño desvió la mirada.

—¿Te puedo llamar así?

No respondió. Solo asintió. Y sintió algo cálido y luminoso en el pecho, por primera vez en años. No había ido de visita. Había llegado a casa.

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