El hijo y la nuera echaron al anciano de su propia casa. Estaba helándose cuando una pata tocó su rostro.

El hijo y la nuera echaron al anciano padre de su propia casa. El viejo ya estaba helándose cuando una pata rozó su rostro.

Agustín estaba sentado en un banco helado del parque en algún lugar de Soria, temblando del frío penetrante. El viento aullaba como un lobo hambriento, la nieve caía a borbotones, y la noche parecía un abismo negro e interminable. Miraba al vacío delante de él, incapaz de comprender cómo, siendo él quien había construido su hogar con sus propias manos, había terminado en la calle como un trasto inútil.

Hace solo unas horas, se encontraba en las paredes que había conocido toda su vida. Pero su hijo, Jaime, lo miró con una indiferencia gélida, como si fuera un extraño, no su propio padre.

—Papá, a Inés y a mí ya nos resulta estrecho —le dijo sin pestañear—. Además, ya no eres joven; te vendría mejor un asilo o alquilarte una habitación. Tienes tu pensión…

Inés, su nuera, estaba a su lado, asintiendo en silencio, como si esa fuera la solución más natural del mundo.

—Pero… es mi casa… —la voz de Agustín temblaba, no de frío, sino del dolor de la traición que lo desgarraba por dentro.

—Tú mismo lo pusiste todo a mi nombre —Jaime se encogió de hombros con una frialdad tan distante que a Agustín le cortó la respiración—. Los documentos están firmados, padre.

Y en ese momento, el anciano comprendió que ya no le quedaba nada.

No discutió. El orgullo o la desesperación, algo le hizo simplemente girarse y marcharse, dejando atrás todo lo que le importaba.

Ahora estaba sentado en la oscuridad, envuelto en un viejo abrigo, y sus pensamientos eran un torbellino: ¿cómo pudo confiar en su hijo, criarlo, darle todo lo que tenía, y terminar siendo un estorbo? El frío lo calaba hasta los huesos, pero el dolor en su alma era aún mayor.

De repente, sintió un contacto.

Una pata cálida y peluda se posó suavemente en su mano congelada.

Frente a él estaba un perro, enorme, peludo, con ojos tan bondadosos que parecían humanos. Lo miró atentamente, y luego rozó su mano con el hocico húmedo, como susurrando: “No estás solo”.

—¿De dónde has salido, amigo? —murmuró el anciano, conteniendo las lágrimas que le afloraban a la garganta.

El perro meneó la cola y tiró suavemente del borde de su abrigo con los dientes.

—¿Qué quieres que haga? —se sorprendió Agustín, pero en su voz ya no había tristeza.

El perro tiraba con insistencia, y el anciano, con un profundo suspiro, resolvió seguirlo. ¿Qué tenía que perder?

Recorrieron varias calles nevadas, hasta que una puerta de una pequeña casa se abrió ante ellos. En el umbral estaba una mujer envuelta en un pañuelo cálido.

—¡Lucas! ¿Dónde te habías metido, travieso? —comenzó, pero al ver al anciano tembloroso, se detuvo—. ¡Dios mío! ¿Se encuentra mal?

Agustín quiso decir que estaba bien, pero de su garganta solo salió un gemido ronco.

—¡Pero si está helándose! ¡Entre rápido! —le agarró la mano y casi a la fuerza lo metió en la casa.

Agustín se despertó en un cuarto cálido. En el aire flotaba el aroma del café recién hecho y de algo dulce, quizás bollos de canela. No entendió de inmediato dónde estaba, pero el calor poco a poco disipaba el frío y el miedo.

—Buenos días —dijo una voz suave.

Se dio la vuelta. La mujer que lo había rescatado por la noche estaba en la puerta con una bandeja en las manos.

—Me llamo Carmen —sonrió ella—. ¿Y usted?

—Agustín…

—Bueno, Agustín —su sonrisa se ensanchó—, mi Lucas rara vez trae a alguien a casa. Ha tenido suerte.

Él le devolvió una débil sonrisa.

—No sé cómo agradecerle…

—Cuénteme cómo acabó usted en la calle en una noche tan fría —pidió ella, dejando la bandeja en la mesa.

Agustín vaciló. Pero en los ojos de Carmen había tanta sinceridad que lo contó todo: sobre su casa, sobre su hijo, sobre cómo lo habían traicionado aquellos por los que había vivido.

Cuando terminó, en la habitación se hizo un silencio pesado.

—Quédese aquí —dijo de repente Carmen.

Agustín la miró, sorprendido.

—¿Perdón?

—Vivo sola, solo estoy yo y Lucas. Necesito compañía y usted necesita un hogar.

—Yo… No sé qué decir…

—Diga “sí” —volvió a sonreír, y Lucas, como si estuviera de acuerdo, rozó su mano con el hocico.

Y en ese momento, Agustín comprendió que había encontrado una nueva familia.

Meses después, con la ayuda de Carmen, acudió a los tribunales. Los documentos que Jaime le había obligado a firmar fueron declarados nulos. La casa volvió a ser suya.

Pero Agustín no regresó.

—Ese lugar ya no es mío —dijo en voz baja, mirando a Carmen—. Que se lo queden.

—Tienes razón —asintió ella—. Porque tu hogar está aquí ahora.

Él miró a Lucas, a la acogedora cocina, a la mujer que le había dado calor y esperanza. La vida no había terminado, apenas empezaba, y por primera vez en muchos años, Agustín sintió que podía volver a ser feliz.

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El hijo y la nuera echaron al anciano de su propia casa. Estaba helándose cuando una pata tocó su rostro.