—Mamá, hoy voy a traer a mi novia. Quiero que la conozcas. Llevo mucho tiempo esperando este momento, pero nunca era el adecuado. Su hija está ahora con la abuela, así que hoy es el día perfecto —esas palabras dejaron a Elena, la madre de Javier, paralizada en su amplia casa en Sevilla.
El corazón de Elena se encogió de angustia. Javier solo tenía veintiún años, ¿y ya hablaba de una novia con una hija? Ella no sabía nada de su vida sentimental, y la noticia le cayó como un jarro de agua fría.
Elena se había quedado viuda seis años atrás. Su marido, Antonio, murió de repente —a los cuarenta y tres años, un coágulo le detuvo el corazón. Estaba lleno de vida; su amor parecía inquebrantable. Antonio y Elena habían sido inseparables desde niños: estudiaban en la misma clase, soñaban juntos, reían juntos. En primaria, él le tiraba de las trenzas; en secundaria, le cargaba la mochila; y en el instituto se declararon su amor. Se casaron a los dieciocho, incapaces de imaginarse la vida el uno sin el otro.
Su matrimonio fue feliz. Se apoyaban mutuamente, estudiaban, trabajaban y construyeron un hogar acogedor. Cuando Javier cumplió trece años, empezaron a soñar con un segundo hijo, pero el destino quiso otra cosa. La muerte de Antonio destrozó su mundo. Javier, entonces un adolescente de quince años, se encerró en sí mismo. Elena, apretando los dientes, reunió fuerzas para sostenerlo. Trabajó, lo crió y, al parecer, lo logró: Javier creció, entró en la universidad. Elena respiró aliviada, pero, como descubriría, demasiado pronto.
—Mamá, esta es Raquel. Mi novia —dijo Javier abriendo la puerta.
A su lado estaba una mujer alta, de cabello rubio y largo. Elegante, con un vestido a la moda y tacones, sonrió, pero Elena no pudo corresponderle. Raquel era casi de su misma edad —quince años mayor que su hijo. Elena sintió un nudo en el estómago, pero reprimió sus emociones, la saludó con cortesía y las invitó a cenar.
Durante la cena, Raquel habló de sí misma. Tenía treinta y nueve años, vivía de alquiler en Sevilla y venía de otra ciudad. Su hija, Lucía, tenía cinco años y estaba en el jardín de infancia.
—Seguro que esto te ha sorprendido —comenzó Raquel, mirando a Elena con fijeza—. Soy mucho mayor que Javier. Pero la edad solo son números, ¿no crees? Cuando hay amor, eso no importa. Javier y yo nos encontramos. Tú, como mujer, me entiendes, ¿verdad? —Su sonrisa era coqueta, pero en sus ojos brillaba un destello de desafío.
Elena asintió, pero la atormentaban las dudas. Después de cenar, Raquel se marchó, y Javier, quedándose a solas con su madre, habló:
—Mamá, eres la persona más importante para mí. Por favor, inténtalo. Sí, Raquel es mayor, pero nos queremos. No es un simple rollo, esto va en serio. Y Lucía, su niña, es encantadora. Mamá, ¿pueden quedarse a vivir aquí? Raquel no tiene casa propia, y aquí hay espacio de sobra. Si no quieres, lo entenderé, no me enfadaré.
Elena lo miró, sintiendo que su corazón se partía en dos. Quería protegerlo, advertirle, pero vio tanta esperanza en sus ojos que no pudo negarse.
—Que se queden —susurró—. Lo único que quiero es que seas feliz.
—¡Gracias, mamá! ¡Mañana se mudan! ¡Sabía que eras la mejor! —Javier la abrazó con fuerza y salió corriendo a llamar a Raquel.
Elena, sola, marcó el número de su amiga Carmela. Esta escuchó toda la historia sin interrumpir, y luego soltó:
—Elena, esto huele mal. El amor es complicado, pero piénsalo: esa mujer tiene una hija de padre desconocido, no tiene casa, y tu hijo es un chico joven con una gran propiedad. ¿No te parece demasiado cómodo? La diferencia de edad es enorme. Quizá solo busca acomodo. Ten cuidado, no vayas a arruinar tu relación con Javier para siempre.
Elena reflexionó. Decidió actuar con prudencia, observando a Raquel para entender sus intenciones. Al día siguiente, Raquel y Lucía se mudaron. La niña resultó ser adorable: al principio tímida, pero pronto se soltó, mostrándole a Elena sus muñecas. Elena no pudo evitar sonreír, pero la inquietud no la abandonaba.
Por la noche, después de acostar a Lucía, los adultos se sentaron a tomar té. Elena observó cómo Javier abrazaba a Raquel, sintiendo un punzante celo. En los ojos de Raquel había una expresión triunfante: «Tu hijo es mío ahora, y no puedes hacer nada». Elena intentaba ahuyentar esos pensamientos, pero volvían como sombras oscuras.
Al quedarse sola, se preguntó: ¿y si Raquel realmente ama a Javier? ¿Tal vez tengan futuro? Pero las dudas seguían royéndole el alma. Esa noche soñó con Antonio. Estaba como en su juventud —joven, con una sonrisa ligera. Le tendió un ramo de margaritas, sus flores favoritas. Ella extendió los brazos, pero él se desvaneció. Elena despertó llorando; eran las tres de la madrugada. Aún extendía las manos hacia la nada, llamando a su marido.
Entonces lo entendió. No debía interferir. Javier era un hombre hecho, tenía que tomar sus propias decisiones. Si se equivocaba, sería él quien asumiera las consecuencias. Elena enjugó sus lágrimas y se acostó, murmurando: «Todo irá bien. Tiene que ser así». Pero en lo más hondo, temía que esa elección destrozara su familia.