El hijo se convirtió en un guarro, y la novia, en su reflejo. Estoy harta de vivir en su desastre.
Nunca pensé que lo diría en voz alta, pero… estoy cansada. Cansada de los platos sucios, del suelo pegajoso, del olor permanente a comida pasada y de la sensación de no vivir en mi propia casa, sino en una pensión con vecinos descuidados. Y todo por culpa de mi propio hijo y de su «amada», que lleva dos meses viviendo aquí como en un hotel de lujo.
Javier tiene veintiún años. Estudia a distancia en la universidad, acaba de volver de hacer la mili y ya está trabajando. Supuestamente, un hombre adulto, independiente, que ayuda con los gastos y no pierde el tiempo. Y, de verdad, estaba orgullosa de él. Hasta aquella conversación.
—Mamá— me dijo un día —a Lucía le cuesta estar en su casa. Sus padres discuten, tiran cosas, no la dejan estudiar. Que se quede aquí un tiempo, hasta que se arreglen. No daremos problemas.
Me dio pena. Antes venía a visitarnos: tímida, educada, con la mirada baja y la voz casi inaudible. ¿Cómo negarse? Además, Javier tiene su propia habitación, hay espacio. Pero jamás imaginé el «regalo» que me esperaba.
Las primeras semanas se esforzaban: fregaban los platos, barrían, se comportaban. Incluso hicimos un horario de limpieza: sábado para ellos, miércoles para mí. Me alegré, pensando que quizá habían madurado. Pero a las tres semanas, todo se vino abajo.
Platos con restos secos quedaban en el fregadero durante días, el suelo lleno de pelos, envoltorios y migajas. La ducha, manchada de champú, pelo en el desagüe, marcas de jabón. Su habitación era una leonera: ropa por el suelo, migas en la mesa, la cama siempre deshecha. Lucía pasea por la casa con mascarilla y el móvil, como si estuviera en un spa, no de invitada.
Intenté hablar, pedir, recordar. La respuesta siempre era la misma: «Ahora no, luego lo hacemos». Y el «luego» se convertía en semanas. Luego empecé a ponerles la fregona y el cubo en las manos, sin reproches. Pero ni así. Una vez derramaron salsa en el mantel y no lo limpiaron. Se fueron. Y de nuevo, lo tuve que hacer yo.
Cuando entré en su cuarto y vi aquel caos, exploté:
—¿No os da asco vivir así?
Y Javier, sin pestañear, me contestó:
—El genio domina el caos.
Pero de genio, nada. Solo veo a dos adultos que viven como cerdos y esperan que su madre lo limpie todo.
Javier, claro, prometió ayudar: comprar la comida, pagar parte de los gastos. En la realidad, solo cubre la luz. La comida la compra una vez a la semana, pero piden a domicilio casi a diario. Sushi, pizza… me invitan, pero me da igual, porque la nevera sigue vacía. Con ese dinero podríamos comer toda la semana.
Lucía no trabaja, estudia presencial. Tiene beca, pero jamás ha puesto ni un euro para la comida o los gastos. Lo gasta todo en sí misma. Cuando sugerí ajustar gastos y ayudar un poco, se ofendió y se encogió de hombros.
Crié a Javier sola. Su padre se fue cuando estaba embarazada. Mis padres me ayudaron, trabajé turnos dobles, ahorré, lo saqué adelante sin reproches. Y ahora no quiero reprocharle. Pero ver cómo él y su novia convierten mi piso en una pocilga… no lo soporto más.
Hablé una, dos, tres veces… Ya sé que es inútil. No van a cambiar. Creen que soy una pesada, que debería agradecerles que me dejen vivir aquí.
Dos meses lo he aguantado. Pero ya no puedo. Estoy pensando en decirles claro: o ordenan, o se buscan un piso o una residencia. Quizá así aprendan a respetar el trabajo ajeno y el espacio de los demás.
Porque estoy harta de ser su asistenta. Quiero vivir tranquila, sin nervios, sin pilas de platos sucios y sin calcetines ajenos en la cocina.
¿Vosotros qué haríais? ¿Vale la pena enfrentarme a mi hijo? ¿O seguir aguantando en silencio, ignorando el desastre en la casa que levanté con mis propias manos?






