Alejandro Delgado siempre había sido el orgullo de la familia Delgado. Desde pequeño, sus adinerados padres, pilares de la comunidad, lo mimaron. Estudió en los mejores colegios, destacó en deportes y, con el tiempo, heredó el imperio inmobiliario de su padre. Su vida parecía perfecta: riqueza, influencia y la admiración de todos. Pero había un obstáculo que no podía superar: su madre, Isabel Delgado.
Isabel, antes una mujer llena de vida, quedó paralítica tras un accidente de coche cinco años atrás. De ser una matriarca fuerte e independiente, pasó a necesitar cuidados constantes. Alejandro, ambicioso e impaciente, no soportaba esa carga. Con el tiempo, el resentimiento creció. Odia cómo su madre lo frenaba. Su padre había fallecido un año antes, dejándole la fortuna familiar, pero la condición de Isabel era un lastre.
Una tarde, mientras ambos estaban en el balcón de su lujosa finca con vistas a los acantilados del mar, un plan se formó en su mente. El sonido de las olas le trajo una sensación de libertad. Si su madre no estuviera, viviría como quisiera: sin hospitales, sin culpa, sin obligaciones.
Los pensamientos de Alejandro se volvieron oscuros. Podría hacerlo parecer un accidente. Mucha gente había caído por esos acantilados. Un simple empujón y todo terminaría.
A sus pies, su fiel perro, Canelo, un viejo Golden Retriever, dormitaba, ajeno a los planes de su dueño. Alejandro miró a su madre, que contemplaba el mar, inconsciente del peligro. No sabía que quien más confiaba estaba a punto de traicionarla.
Con un movimiento rápido, Alejandro se colocó detrás de ella y la agarró de los hombros. “Madre, ya no puedes con esto”, murmuró. Y, con un empujón calculado, la lanzó al vacío.
Su grito se perdió entre las rocas afiladas abajo. Alejandro se quedó inmóvil, el corazón acelerado. Lo había logrado. Se había liberado.
Pero al girarse, algo lo detuvo. Era Canelo, que ahora corría de un lado a otro junto al precipicio, ladrando desesperado, como si entendiera lo ocurrido.
Por un instante, Alejandro sintió el peso de su acción, pero se repuso. “Está hecho”, susurró, ignorando los ladridos.
Los días pasaron. La policía declaró el suceso un accidente. Isabel ya tenía problemas de movilidad, así que no sospecharon nada. Alejandro heredó todo, libre al fin.
Pero Canelo no se movió del acantilado. Pasaba horas mirando al vacío, aullando como si llamara a su dueña. Alejandro intentó ignorarlo, pero el perro persistía. Lo encerró fuera, pero Canelo seguía regresando.
Una noche, en su estudio, Alejandro sintió una opresión en el pecho. Miró una foto familiar: su madre y Canelo. Una punzada de culpa lo atravesó, pero la ahuyentó.
El remordimiento no desapareció. Los lamentos del perro lo enloquecían. Dormía mal, los nervios destrozados.
Hasta que, semanas después, Canelo desapareció. Alejandro pensó que había huido, pero encontró marcas de que el perro intentó escarbar bajo la verja. ¿Sabría la verdad?
Con el tiempo, Alejandro recuperó cierta normalidad. Rehízo su vida social y laboral. Creía haber dejado atrás el pasado.
Hasta que una tarde, paseando por la playa, escuchó un ladrido familiar. Era Canelo, en lo alto del acantilado, justo donde Isabel cayó. Sus ojos lo atravesaron, llenos de acusación. Era como si lo supiera todo.
Alejandro se acercó, las piernas pesadas. “¿Qué quieres?”, susurró, aunque ya lo sabía. Canelo era el último lazo con su madre, un recordatorio de su crimen.
El perro gruñó, desafiante. En ese momento, Alejandro comprendió que nunca había escapado de su culpa. Intentó tocarlo, pero Canelo retrocedió.
De pronto, Alejandro perdió el equilibrio. Cayó hacia atrás, gritando, mientras el viento se llevaba su voz. Las mismas rocas que mataron a su madre lo esperaban. Su último pensamiento fue para Canelo, observándolo desde arriba: su juez implacable.
Las olas terminaron el trabajo. El legado de Alejandro no fue su riqueza, sino su traición y el perro que nunca olvidó.