El Hijo Menor. Una Narrativa.

El hijo menor. Relato.

Clara y ella misma nunca supo cómo surgió en ella aquel chico tan listo. Ambos sólo habían acabado la novena, y eso gracias a la bondad de los profesores. Cada quien con su suerte, como se dice, pero a Clara cualquier semilla o brote, en una semana, brotaba en una flor salvaje, y a Valentín le salían las manos de oro.

Tuvieron cuatro hijos: la mayor, María, luego la segunda hija, Inés, y después, dos hermanos nacidos el mismo día Sergio y Pablo. Pablo era la naranja que nació al amparo de la bruma; apenas había cumplido tres años y hablaba mejor que la propia Inés, y cuando empezó la escuela, los maestros quedaban boquiabiertos leía, escribía y multiplicaba con tal facilidad que lo trasladaron al segundo curso al instante.

Quizá resultara injusto para los demás niños, pero Pablo tenía en Clara un lugar especial: estaba exento de las tareas domésticas y ella le compraba todo lo que pedía libros de todo tipo, un microscopio, lo que fuera. Incluso cuando llegaron los duros años de la crisis de los noventa, en los que el país se desmoronaba y la vida de Clara se desplomó, perdiendo en un año a su marido y a la ayudante mayor, Marta, ella no tocó al hijo y le siguió dejando estudiar, y al final lo mandó a la ciudad para que siguiera aprendiendo.

¿En qué piensas, Clara? le decían las vecinas, que veían a Sergio cargar agua del pozo, a Inés hurgar la tierra en el huerto, y a Pablo sentado a la sombra de una banca leyendo ¿crees que te devolverá algún día el vaso de agua que le diste en la vejez? Partirá y el asunto quedará cerrado.

¡Me enseñarán a mí! replicaba Clara. Lo que quiero, lo hago.

Los niños también se quejaban.

¿Por qué a mí me toca cortar leña y a él resolver ecuaciones? preguntaba Sergio.

Pues siéntate y resuélvelas, si quieres se reía Clara.

Sergio tomaba el libro, se sentaba cinco minutos, lo cerraba con el corazón y decía:

Qué tontería, mejor voy a cortar leña.

Nadie se molestó tanto como Inés, que se rebelaba abiertamente contra el privilegio de su hermano y constantemente intentaba alguna travesura: lanzaba su cuaderno al fuego o le ponía un huevo podrido dentro del zapato.

Siempre le das el trozo más sabroso gritaba. Y él se irá y te abandonará repetía, como la vecina que siempre susurraba.

Cuando Pablo se marchó a estudiar, la casa se volvió más tranquila, aunque también más melancólica, y Clara se aferró al hijo menor.

Al principio él enviaba cartas largas, describiendo su vida académica, tan extraña que Clara no la comprendía. Con el tiempo las cartas fueron escaseando y sus visitas más espaciadas como bien habían dicho las vecinas. Clara se lo tragó amargamente, pero no lo mostró. Al fin, el hijo se graduó, se hizo hombre.

Inés se casó con un vecino de la aldea. Su yerno no agradaba mucho a Clara era un soñador que siempre inventaba un nuevo negocio para enriquecerse y siempre terminaba en la ruina. Ahora había pensado abrir una panadería, aunque nunca le concedieron el crédito.

Sergio vivía con Clara y no tenía prisa por casarse, aunque había muchas muchachas aptas.

¡Ay, madre, aún quiero pasear un poco! He pensado comprar un coche. No cualquiera, una extranjera. ¿Te imaginas a mí en un coche importado?

Clara suspiraba:

¿Qué coche, Sergio? Vas como nuestro viejo, Arturo. No sueñes, trabaja

Sin embargo, para aflojar la tensión, Sergio terminó trabajando en la granja como tractorista, arreglando la casa como si fuera una pintura, hallando siempre algún atajo. Clara no se quejaba; tenía un buen hijo.

Y el segundo ¿dónde está? Clara no sabía. Ya llevaba un año sin noticias; la última carta decía que había salido a buscar trabajo, pero a dónde, nadie lo sabía.

Cuando una brillante máquina nueva se detuvo frente a la casa, Clara pensó que quizá alguien se había perdido y quería preguntar el camino. Pero el ruido tan estruendoso la llenó de una esperanza súbita. Abrió la verja y salió a la carretera.

Al volante estaba Pablo. Lo reconoció al instante, aunque la última vez que lo vio había sido dos años atrás. Más que nada, le recordaba a su fallecido Valentín: alto, ancha espalda, cabellos dorados como remolinos. ¡Qué guapo! Las vecinas asomaban las cabezas por las ventanas para ver que Pablo no había olvidado a su madre y había venido de visita.

Clara se lanzó sobre él, lo abrazó contra su pecho. Allí estaba, su sangre, no en vano, no sin razón.

Sergio recibió al hermano con ceño fruncido.

El coche está decente comentó con envidia.

No es mío respondió Pablo con una sonrisa.

¿De quién entonces? preguntó Sergio, calmándose un poco.

De tuyo tendió Pablo las llaves. Tómalas, ya preparé la escritura, luego vamos al notario.

Sergio, perplejo, miró a su madre. Ella sonreía.

Gracias, hermano dijo tímido. Pero es muy caro.

No cuesta más que el dinero replicó Pablo. ¿Y dónde está Inés?

Inés se casó respondió Clara sin dudar. En la aldea vecina. Su marido es bueno, trabajador, pronto habrá más ingresos

¿Casada? Entonces vayamos a visitarla. Sergio, llévanos en el coche nuevo.

Inés los recibió, algo sonrojada y con el vientre redondo. Su marido, Arturo, empezó a alardear de su éxito como empresario, hablando de la panadería que abrirían y de cómo vivirían felices

¡Hablas mucho! le espetó Inés. No te dieron crédito, ¿cómo vas a abrir una panadería? No lo escuches, Pablo, él es un soñador.

Pablo sonrió y contestó:

Con la panadería resolveremos el asunto, no hay problema. Dime cuánto necesitas, lo transfiero.

Arturo, aturdido, miraba a Pablo con desconfianza. Ya había escuchado de su cuñado que era un inútil ingrato.

Mientras tanto, Pablo sacó del bolsillo una pequeña caja y se la entregó a su hermana.

Esto es para ti, Inés.

Ella abrió con cuidado el estuche rojo. Dentro había unos pendientes de oro con esmeraldas del color exacto de sus ojos. Inés quedó boquiabierta y se los probó al instante, giró ante el espejo y exclamó:

Gracias, Pablo, has acertado. Le pedí a Arturo los pendientes y él sólo me compró una picadora de carne.

Clara, sentada, quedó inmóvil y feliz. Seguramente su hijo le regalaría algo pronto, unos pendientes o una pulsera. O, mejor aún, una lavadora.

Pero el hijo no trajo regalos, y sólo cuando Inés mencionó que la madre volvería a su casa tras el parto, Pablo dijo:

Sólo por poco tiempo, Inés. Llevaré a mamá conmigo, si ella quiere.

Clara miró al hijo, sorprendida. ¿Con él? ¿Adónde? ¿Cómo?

No lo sé ¿Y la casa?

¿Qué casa? Allí vivirá Sergio, una nueva dueña la cuidará. Yo sin ti, madre, me sentiré vacío. ¿Vienes conmigo? Si no te gusta, puedes volver.

Clara no sabía qué pensar. Allí estaba toda su vida, la de Valentín y la tumba de Marta pero al otro lado estaba su hijo querido, y una vida totalmente extraña, desconocida. ¿Qué diría Valentín?

Clara, como si viera a su esposo en el umbral sombrero ladeado, manos callosas cruzadas sobre el pecho susurró:

¿Para qué tanto pensar, Clara? Lo criaste para una vida mejor. Ya es hora de que la veas, o no sabrás si todo ello valió la pena o no.

Y sonrió, diciendo:

¿Por qué no ir?

Rate article
MagistrUm
El Hijo Menor. Una Narrativa.