— Luis, ¿por qué no dejas este trabajo por una vez? Me late el corazón con miedo… De verdad, pídele a alguien que te cubra — susurró Ana, tratando de ocultar el temblor en su voz.
— Este viaje paga bien, Anita. Y el bebé viene pronto. Sabes que cada euro cuenta ahora — respondió Luis, abrazando con fuerza a su esposa y besando las cabecitas de sus traviesas gemelas, Lucía y Marta.
Ana asintió en silencio. El corazón le dolía, pero la razón le daba la razón a su marido: las cuentas de la familia apenas cubrían lo básico. Secó sus lágrimas mientras lo veía marcharse y murmuró, abrazándolo:
— Vuelve pronto… Te esperaremos.
La puerta se cerró tras él. Ana respiró hondo, dio de comer a las niñas y las llevó al parque. El día transcurrió con una calma extraña, como si hasta ellas sintieran ese presentimiento que la agitaba.
Cada noche, a las diez, hablaban por teléfono, como habían acordado. Ana le contaba cómo las niñas lo extrañaban, cómo cosía pequeños encargos para ganar algo más. Luis reía al otro lado y prometía: «Mañana estaré en casa, gatita».
Pero nunca regresó.
En el camino de vuelta, su camión chocó contra un vehículo que se cruzó en su carril. Todo fue demasiado rápido. Ni un instante para reaccionar. Luis murió en el acto.
Esa misma noche, sonó el teléfono. Ana, como en un sueño, respondió, y su mundo se derrumbó.
Temblando, fue a casa de la vecina, doña Carmen, y le rogó que cuidara de las niñas. Ella misma se desplomó en el umbral. Los médicos apenas lograron salvar al bebé: una cesárea de emergencia, complicada.
El niño nació frágil, prematuro. Le faltó la fuerza de su padre, y a Ana, el apoyo de su esposo.
Lo llamó Luis, como él. Al salir del hospital, revisó sus ahorros: apenas durarían unos meses. Después… ya verían.
La vida se convirtió en puro aguante. Doña Carmen ayudaba como podía. No tenían familia cerca. Ana retomó la costura: primero para vecinos, luego, el boca a boca le trajo más clientas.
Las niñas entraron al colegio, el pequeño Luisito, a la guardería. Eran su esperanza, su ancla. Pero…
A ellas las amaba más. Y al niño… no, no lo odiaba, solo que no podía mirarlo sin dolor. Cada día se parecía más a su padre perdido, y cada vez que lo veía, el remordimiento la ahogaba: “No lo detuve, no lo impidí…”.
El niño era callado, bondadoso, atento. Leía, ayudaba, nunca se quejaba.
A las niñas les compraba vestidos y cosía ropa para sus muñecas. A Luisito, solo le arreglaba ropa vieja.
— Pobre criatura… Huérfano con madre viva — suspiraba doña Carmen al verlo lavar los platos o recoger los juguetes de sus hermanas.
El tiempo pasó. Las hijas crecieron, se casaron, se fueron. Solo quedó Luisito.
Terminó la escuela técnica y entró como ingeniero en una fábrica de dulces en su ciudad natal, Toledo. Ana fue perdiendo la vista: noches en vela, nervios gastados, años de soledad.
Luisito la cuidó como pudo. Cocía, limpiaba, la llevaba de la mano por el parque. Ella, cada vez más débil, le susurraba:
— Perdóname, hijo… No merezco tu amor. Vive tu vida, eres joven.
Él solo sonreía:
— Ya llegará, mamá. La esposa, los hijos. Aún podrás mecer a tus nietos.
Y un día llegó ella. Modesta, tímida, Clara.
— Mamá, Clara vivirá con nosotros. No tiene a nadie. Es huérfana — dijo su hijo en voz baja.
Tres meses después, se casaron. Vinieron las hijas, los yernos, los nietos: toda la familia reunida. Ana sonreía, aunque el dolor no le daba tregua.
El diagnóstico fue cruel: cáncer. Le quedaba poco, y lo sabía.
Pero la vida le dio un último regalo: conocer a su primer nieto.
Se fue en paz, con una sonrisa, agarrada de la mano de aquel a quien, durante tanto tiempo, no supo amar.
El hijo menor… el único… el más querido…