El niño inesperado que unió a nuestra familia
Nuestra familia nunca se había bañado en la abundancia. Recuerdo con claridad cómo mi madre se iluminaba cuando las amigas le traían ropa usada para nosotras. Primero me la ponía yo, y luego mi hermana pequeña, Lucía. Las prendas nuevas eran un lujo, y cada una de ellas se convertía en una fiesta para las dos. Mamá regentaba un pequeño puesto en el mercado local, que apenas daba para vivir, y siempre estaba lidiando con inspecciones: desde bomberos hasta hacienda.
Además de los inspectores de verdad, rondaban por el mercado otros “controladores” que exigían su parte por “protección”. De esos se encargaba papá, literal y figuradamente. Era policía y sabía cómo poner en su sitio a esos chantajistas, dándoles charlas “educativas”. Intentaron comprarle, pero él no cedió, no como otros compañeros que se convirtieron en “placas vendidas”.
El sueldo de papá tampoco era gran cosa. Además, sus horarios eran una locura: podían llamarlo a medianoche o volvía a casa agotado, sin ganas de hablar.
Lucía y yo crecimos siendo independientes. Yo, como la mayor, aprendí pronto a cocinar, limpiar y cuidar de ella, para que mamá pudiera descansar después del trabajo.
Nunca olvidaré aquella cena en la que mamá soltó la noticia:
—Hoy vendí bien, he ahorrado algo. ¡Preparaos, chicas! Nos vamos a la playa, una semanita de descanso. ¡Alejandro, intenta pedir esos días, aunque sean pocos!
Papá levantó las cejas, sorprendido:
—A los jefes no les hará gracia… Habrá que ingeniárselas.
Entonces no entendí qué significaba “ingeniárselas”, pero el sonido de la palabra me pareció misterioso y lleno de importancia.
Al final, lo conseguimos. Fuimos todos juntos a la costa. Fue una felicidad pura: ni prisas, ni preocupaciones. Días enteros tomando el sol, nadando, visitando el zoo. Con Lucía, nos atiborrábamos de helados, mientras mis padres nos llamaban golosas entre risas. Volvimos a casa con el corazón ligero, pero, poco a poco, retomamos la rutina. Sin embargo, al mes, las peleas empezaron.
Discutían a diario. Papá gritaba que mamá cometía un error si seguía adelante con lo planeado. Ella se justificaba, pero no cedía. Él exigía “solucionarlo” en el hospital. Al principio, no entendía de qué hablaban, pero, escuchando sus conversaciones nocturnas, lo descubrí: mamá estaba embarazada. Él no quería un tercer hijo y le pedía que abortara. Nunca usó la palabra, pero el mensaje era claro.
Mamá pasaba los días triste, llorando a escondidas. No podía dejar el puesto del mercado, así que seguía trabajando.
Pronto, la abuela, su suegra, empezó a visitarnos. También intentaba convencerla de que “recapacitara” y se deshiciera del bebé. Tras sus visitas, mamá se derrumbaba. Una noche, me acerqué a ella, la abracé y le dije que lo sabía todo, que quería mucho a ese hermanito o hermanita. Prometí ayudar en todo y no pedir juguetes ni ropa nueva. Lucía se unió a mí. Mamá nos abrazó y rompió a llorar, pero esta vez eran lágrimas de alivio:
—Mis niñas, ¿qué haría sin vosotras?
Desde ese día, recuperó la fuerza. Papá, al ver que el tiempo pasaba y ella no cedía, empezó a llegar borracho a casa, gritando sin razón.
En esas noches, mamá dormía en nuestra habitación: con Lucía en mi cama, y yo en la de ella.
Llegó el día en que la llevaron al hospital. Papá no estaba. Antes de irse, nos acarició el pelo:
—Bueno, chicas, ¡voy a por vuestro hermano!
Horas más tarde, llegó papá. Al enterarse, llamó a un taxi y se fue hacia ella. Regresó al amanecer, agotado, pero sonriente:
—Niñas, ¡tenemos un churumbel! En unos días, mamá y Adrián estarán en casa.
Lucía y yo gritamos de alegría, felices por nuestro hermano y porque papá había cambiado. Adrián, de verdad, logró reconciliarlos. Hasta la abuela se ablandó. Fuimos todos a recogerlo al hospital, y se notaba que ese niño había llegado para quedarse.