Tengo 37 años y llevo divorciada desde hace diez. Mi exmarido me engañó, nunca lo perdoné y ahora vive con su nueva pareja. Esa mujer quedó embarazada, tuvo al niño y después se casaron, así que dejé de hablarle por completo y no sé qué pasa en su vida.
Mi sueldo está bastante bien y, de hecho, hace poco vendí la casa que heredé de mi abuela en la zona de Chamberí. Con ese dinero en la cuenta me siento segura. Entonces, la semana pasada, de golpe, mi ex apareció en la puerta de mi piso en el centro de Madrid. No lo veía desde hace años y, aunque me sorprendió, él fue quien empezó a hablar. Me soltó que a su hijo, el de su segunda esposa, le han diagnosticado cáncer y que el tratamiento va a costar un ojo de la cara. Él y su mujer no tienen mucho cash, así que decidió venir a pedirme ayuda.
Yo tengo el dinero, claro, porque acabo de recibir la venta de la casa, y él lo supo al instante, por lo que vino a suplicarme la pasta. Todo llegó en el momento justo, como si el destino le hiciera un guiño. Yo todavía no había decidido para qué iba a usarlo; estaba pensando en pillarme un coche buenazo, aunque todavía tengo que aprender a manejar y el tiempo me falta. Pero la cantidad es buena y no me apetece desprenderme de ella ahora. Me pregunto si me lo prestaría si yo estuviera enferma dudo mucho.
¡No tienes idea de lo desgranados que estamos! me dice, como si nunca le importaran mis sentimientos, ni los de su esposa. Hace años me cambió de posición sin pensarlo dos veces, y en el divorcio dividimos todo a la mitad. Él aseguraba que todo serviría a su nueva familia y hasta quería que le devolviera el piso que había comprado antes de casarme. Eso me salvó. ¡Qué infeliz estaba! Y ahora vuelve con sus cuentos de mis sentimientos.
Me propone que le muestre los documentos médicos, pero a mí no me sirve de nada; no pienso ni pensar en eso, aunque él jure que lo devolverá todo. El niño todavía necesita rehabilitación, y eso cuesta un dineral. La verdad, dudo que recupere nada.
¿Por qué no pides un préstamo al banco? le contesté sin pelos en la lengua. Le dije eso a cara y él se puso a gritar, ofreciendo hasta arrodillarse, pero yo no voy a humillarme. No quiero volver a verle, me traicionó cuando más lo necesitaba. Que se largue. Él dice que volverá cuando me haya calmado y meditado, pero no hay nada que meditar.
Se puede decir que no tengo remedio, pero lo que sí es claro es que quiero manejar mi pasta yo misma y no compartirla con quien no la merezca. Después de la conversación me siento un poco mal, pero no le voy a ayudar; será una lección para él y un pago por sus pecados.







