El hijo de mi esposa se apoderó de mi habitación

**Diario personal – Una decisión necesaria**

—¡Pero estás loco, Daniel! ¡Esta es mi habitación! —Alberto Martínez se plantó en la puerta, apretando las llaves en el puño, sin poder creer lo que veía.

—Era tuya, tío Alberto —el chico ni siquiera levantó la vista del móvil, estirado en el sofá—. Ahora es mía. Mamá lo ha dicho.

—¿Qué mamá ni qué niño muerto? —estalló Alberto—. ¡No soy tu tío! ¿Y dónde está mi cama? ¡¿Dónde están mis cosas?!

Daniel se encogió de hombros, sin apartar los ojos de la pantalla.

—La cama la hemos sacado al balcón, tus cosas están en cajas. Mamá dice que allí tienes suficiente espacio.

Alberto sintió que el suelo se le escapaba bajo los pies. Había vivido en ese piso veinte años, aquella habitación era su refugio, su fortaleza. Y ahora, un mocoso de dieciocho años se instalaba como si fuera suyo.

—¡Elena! —gritó, yendo hacia la cocina—. ¡Elena, ven aquí ahora mismo!

Su mujer salió, secándose las manos en el delantal. Ni un atisbo de vergüenza en su rostro.

—¿Qué pasa, Alberto? ¿Por qué gritas así?

—¿Qué pasa? —Alberto estaba fuera de sí—. ¡Tu hijo se ha adueñado de mi habitación! ¡Ha tirado mis cosas al balcón! ¿Esto qué clase de abuso es?

—Alberto, cálmate —Elena habló en voz baja, pero firme—. Daniel ha empezado la universidad, necesita un lugar para estudiar. Tú puedes dormir en el balcón, lo hemos arreglado bien.

—¿En el balcón? —Alberto no daba crédito—. ¿Te has vuelto loca, Elena? ¡Este es mi piso! ¡Estoy empadronado aquí, vivo aquí!

—*Nuestro* piso —lo corrigió ella—. Y ahora Daniel también vive aquí. Permanentemente.

Alberto se dejó caer en una silla. Cuando se casó con Elena dos años atrás, ella le advirtió que tenía un hijo que vivía con su padre. El chico venía algunos fines de semana, se portaba bien, no causaba problemas. Hasta pensó que quizás podrían llevarse bien.

—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó con voz cansada.

—¿Qué había que decir? —Elena se sentó frente a él—. Daniel ya es mayor, necesita su propio espacio. Y tú puedes adaptarte.

—Adaptarme… —repitió Alberto—. Elena, trabajo por turnos, necesito dormir bien. En el balcón hace frío en invierno y calor en verano.

—No es para tanto. Dani es buen chico, no te molestará.

Alberto la miró. Dos años atrás, ella había sido su salvación. Después de años de soledad, del divorcio con su primera mujer, que se llevó a su hija a otra ciudad, Elena le pareció un soplo de aire fresco. Una mujer atractiva de cuarenta y cinco años, contable, de carácter dulce y buena cocinera. Se conocieron en el parque, donde ella daba de comer a las palomas y él leía el periódico en un banco.

—Tengo un hijo —le confesó entonces—. Vive con su padre, pero viene a verme de vez en cuando.

—No es problema —respondió él—. Me gustan los niños.

Y era cierto. A su hija Laura apenas la veía; su ex no facilitaba su relación. Daniel al principio parecía un buen chico: educado, tranquilo.

—Mira, Elena —intentó hablar con calma—. ¿No podemos reorganizar el espacio? Ponemos un sofá cama en el salón para Daniel y yo conservo mi habitación.

—No —negó ella—. Daniel estudia, necesita silencio. Tú solo ves la tele.

—Solo veo la tele… —Alberto sintió que algo se rompía dentro de él—. Elena, llego cansado del trabajo, necesito descansar como es debido.

—Eres un egoísta, Alberto. Solo piensas en ti. Yo tengo un hijo y debo cuidar de él.

Alberto se levantó y fue al balcón. Allí estaba su cama, junto a unas cajas con sus pertenencias. El balcón tenía cristales, pero la humedad se notaba. Se sentó al borde de la cama y enterró el rostro en las manos.

Esa noche, Daniel salió a cenar. Alberto estaba en la cocina, tomando un café.

—Oye, Daniel —comenzó, intentando ser conciliador—. Hablemos como adultos. Quizás encontremos una solución.

—¿Qué solución? —Daniel abrió la nevera y sacó un yogur—. Ahora tengo mi habitación, tú la tuya. Todo justo.

—Mi habitación está en el balcón —apuntó Alberto.

—¿Y qué? Así tú y mamá tenéis más espacio.

—Daniel, entiendo que empieces la universidad, es estupendo. Pero no puedes tratar así a la gente. Podríamos hablarlo, llegar a un acuerdo.

—¿Qué acuerdo? —el chico sonrió con sorna—. Tú no eres familia. Mamá es mi madre, tú solo eres su marido. Temporalmente.

—¿Temporalmente? —Alberto frunció el ceño.

—Bueno, ¿crees que esto es para siempre? —se encogió de hombros—. Mamá aún es joven y guapa. Puede que encuentre a alguien mejor.

La sangre le subió a la cara, pero se contuvo. No quería armar un escándalo.

—Daniel, respeto a tu madre y a ti. Pero este piso es mío.

—Anda ya —bostezó el chico—. Ahora es de los dos. Mamá dice que desde que os casasteis todo es compartido.

—Nos casamos en mi piso —recordó Alberto.

—¿Y qué? La ley es igual para todos.

Alberto comprendió que era inútil. Daniel no cedería.

Al día siguiente, habló otra vez con Elena.

—Elena, en serio. No puedo dormir en el balcón. ¿No hay otra opción?

—Alberto, deja de quejarte —ella ni siquiera levantó la vista de los fogones—. Daniel es estudiante, necesita buenas condiciones. Tú eres un hombre, aguántate.

—¿Aguantarme? —Alberto perdió la paciencia—. Elena, trabajo en una central eléctrica, un error mío puede causar un accidente. Si no duermo bien…

—No exageres —removió la sopa—. Dormir en el balcón no es tan malo.

—¡Hace frío! ¿Por qué debo arrinconarme en mi propio piso?

Elena se volvió, y Alberto vio en su mirada un frío que no había notado antes.

—Porque tengo un hijo, y él es más importante que tu comodidad.

—Elena…

—Basta, Alberto. El tema está cerrado. Si no te gusta, puedes irte.

Alberto la miró fijamente. ¿Dónde estaba esa mujer dulce que cocinaba para él, que le preguntaba por su día? ¿La que le masajeaba los hombros después de un turno y le decía que lo quería?

Una noche, no aguantó más. Daniel puso música a todo volumen mientras Alberto intentaba dormir en el balcón tras su jornada nocturna.

—¡Apaga eso! —golpeó la puerta.

—¡No te oigo! —gritó Daniel.

—¡Que la apagues! ¡La gente duerme!

La puerta se abrió. Daniel apareció con una sonrisa burlona.

—Pues vete a dormir a la cocina. Allí hay más silencio.

—¡No puedo dormir en la cocina! —explotó Alberto—. ¡Necesito una cama decente!

—Pues cómprate un piso —se encogió de hombros—. Aquí ya está ocupado.

—¡No tienes derecho, mocoso! —Alberto dio un paso adelante, pero Daniel cerró la puerta de golpe.Alberto cerró la puerta del edificio con un suspiro, sabiendo que, aunque empezaba de cero, al fin recuperaba su paz.

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El hijo de mi esposa se apoderó de mi habitación