—¡Pero estás loco, Adrián! ¡Esta es mi habitación! —Víctor Manuel se quedó plantado en el umbral, apretando las llaves con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. No podía creer lo que veía.
—Que lo era, tío Víctor —el chico ni siquiera levantó la vista del móvil, tumbado en el sofá como si fuera suyo—. Ahora es mía. Lo ha dicho mamá.
—¿Qué mamá ni qué narices? —Víctor Manuel estalló, la voz quebrada de ira—. ¡Yo no soy tu tío! ¿Dónde está mi cama? ¿Dónde están mis cosas?
Adrián se encogió de hombros, sin apartar los ojos de la pantalla.
—La cama la hemos sacado al balcón, y tus cosas, en cajas. Mamá dijo que allí tendrías suficiente espacio.
Víctor Manuel sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. Veinte años viviendo en ese piso, esa habitación había sido su refugio, su fortaleza. Y ahora un mocoso de dieciocho años se paseaba como dueño.
—¡Carmen! —rugió, dirigiéndose hacia la cocina—. ¡Carmen, ven aquí ahora mismo!
Su esposa apareció en el pasillo, secándose las manos en el delantal. Ni un ápice de vergüenza en su rostro.
—¿Qué pasa, Víctor? ¿Por qué gritas?
—¿Qué pasa? —casi no reconocía su propia voz—. ¡Tu hijo se ha adueñado de mi habitación! ¡Mis cosas están en el balcón! ¡Esto es inaceptable!
—Víctor, cálmate —Carmen hablaba en un tono bajo pero firme—. Adrián ha entrado en la universidad, necesita un sitio para estudiar. Tú puedes dormir en el balcón, lo he preparado todo, es acogedor.
—¿En el balcón? —Víctor Manuel se llevó las manos a la cabeza—. ¿Pero tú has perdido la cabeza, Carmen? ¡Este es mi piso! ¡Estoy empadronado aquí, vivo aquí!
—*Nuestro* piso —lo corrigió ella, fría—. Y Adrián vive aquí ahora. De manera permanente.
Víctor Manuel se dejó caer en una silla. Cuando se casó con Carmen dos años atrás, ella le advirtió que tenía un hijo que vivía con su padre. El chico aparecía algún fin de semana, tranquilo, sin causar problemas. Incluso llegó a pensar que podrían llevarse bien.
—¿Por qué no me dijiste nada? —preguntó con voz cansada.
—¿Qué había que decir? —Carmen se sentó frente a él—. Adrián es mayor, necesita su espacio. Y tú puedes adaptarte.
—Adaptarme… —repitió él, como si la palabra le quemara—. Carmen, trabajo por turnos, necesito descansar. En el balcón pasaré frío en invierno y calor en verano.
—Te acostumbrarás. Adrián es un buen chico, no te molestará.
Víctor Manuel la miró fijamente. Dos años atrás, ella había sido su salvación. Tras años de soledad, tras el divorcio de su primera mujer, que se llevó a su hija a otra ciudad, Carmen fue como un soplo de aire fresco. Una mujer atractiva, contable de profesión, de carácter dulce y con manos de cocinera. Se conocieron en el parque, ella dando migas a las palomas, él leyendo el periódico.
*—Tengo un hijo —le dijo entonces—. Vive con su padre, pero viene a verme a veces.*
*—No es problema —respondió él—. Me gustan los niños.*
Y era cierto. A su hija Laura apenas la veía; su ex mujer no facilitaba el contacto. Adrián, al principio, parecía un chico educado, discreto.
—Mira, Carmen —intentó moderar el tono—. ¿Y si buscamos otra solución? Un sofá-cama en el salón para Adrián, y yo mantengo mi habitación…
—No —negó ella, tajante—. Adrián necesita silencio para estudiar. Tú solo ves la tele.
—Solo veo la tele… —Algo se quebró dentro de él—. Carmen, llego agotado del trabajo, necesito dormir en condiciones.
—Eres un egoísta, Víctor. Solo piensas en ti. Yo tengo un hijo, y debo cuidar de él.
Víctor Manuel se levantó y fue al balcón. Allí estaba su cama, rodeada de cajas. Aunque acristalado, el frío se colaba igual. Se sentó al borde del colchón y enterró el rostro entre las manos.
Al anochecer, Adrián salió a cenar. Víctor Manuel estaba en la cocina, tomando un café.
—Oye, Adrián —comenzó, intentando sonar conciliador—. Hablemos como adultos. Quizá podamos llegar a un acuerdo.
—¿Qué acuerdo? —el chico abrió la nevera y sacó un yogur—. Yo tengo mi habitación, tú la tuya. Todo justo.
—Mi habitación es el balcón —apuntó Víctor Manuel.
—¿Y qué? Al menos tú y mamá tenéis más sitio.
—Adrián, entiendo que estés en la universidad, eso es estupendo. Pero no se trata así a la gente. Podríamos haberlo hablado.
—¿Hablar qué? —Adrián esbozó una sonrisa burlona—. Tú no eres familia. Mamá es mi madre; tú solo su marido. Algo temporal.
—¿Temporal? —Víctor Manuel tensó los hombros.
—Bueno, ¿crees que esto es para siempre? —se encogió de hombros—. Mamá es joven, guapa. Quizá encuentre a alguien mejor.
La sangre le subió a la cara, pero contuvo el impulso de gritar.
—Te respeto, Adrián. Pero este piso es mío.
—Qué va —bostezó—. Ahora es de los dos. Mamá dice que al casaros, todo se comparte.
—Nos casamos en mi piso —recordó él.
—Y qué. La ley es igual para todos.
Víctor Manuel entendió que era inútil. El chico no cedería.
Al día siguiente, habló otra vez con Carmen.
—En serio, no puedo dormir ahí. Busquemos otra opción.
—Víctor, deja de quejarte —ella ni siquiera alzó la vista de los fogones—. Adrián es estudiante, necesita comodidad. Tú eres un hombre, aguanta.
—¿Aguantar? —perdió los estribos—. Trabajo en una central eléctrica, Carmen. Si no descanso, puedo cometer un error grave.
—No exageres —removió la sopa—. Dormir en el balcón no es el fin del mundo.
—¡Es húmedo! ¡Y frío! ¿Por qué debo arrinconarme en mi propio piso?
Carmen se volvió, y en sus ojos había un frío que no había visto antes.
—Porque mi hijo es más importante que tu comodidad.
—Carmen…
—Se acabó, Víctor. Si no te gusta, puedes irte.
Él la miró, buscando en vano a la mujer de la que se enamoró. ¿Dónde estaba esa Carmen cariñosa que le preguntaba por su día?
Esa noche, Adrián puso música a todo volumen. Víctor Manuel, tras un turno nocturno, golpeó la puerta.
—¡Baja esa música!
—¡No te oigo! —gritó el chico desde dentro.
La puerta se abrió. Adrián apareció con una sonrisa insolente.
—Duerme en la cocina. Allí hay más silencio.
—¡Necesito una cama decente!
—Pues cómprate un piso —encogió los hombros—. Este ya está ocupado.
—¡No tienes derecho, malcriado! —Víctor Manuel dio un paso adelante, pero Adrián cerró la puerta de golpe.
—¡Mamá! —chilló—. ¡Víctor Manuel cerró la puerta del edificio con un suspiro, sintiendo por primera vez en años el peso liberador de la soledad, mientras atrás quedaban los ecos de una fiesta que nunca fue suya.