**El Héroe de Papá**
Lucía subía lentamente por las escaleras del edificio con una bolsa de la compra, contando los peldaños uno a uno. Así lo hacía con su hijo años atrás, cuando volvían juntos de la guardería. Pablo repetía cada número tras ella, y en pocos meses ya los decía solo. «Cómo creció… Dios mío, qué vuelva, qué esté vivo…», pensó de nuevo, como un rezo.
Arriba, una puerta se cerró de golpe y unos pasos apresurados resonaron en el hueco de la escalera. Lucía se detuvo en el rellano entre el segundo y tercer piso, apartándose a un lado.
—Hola, doña Lucía —saludó alegremente Marta, la vecina de catorce años.
—¡Marta, espera! ¡El gorro! —gritó su madre desde arriba.
La chica volvió rezongando.
—Pero si no hace frío. Siempre con el gorro… —murmuró.
Su madre bajó corriendo y le entregó un gorro de lana.
—Por la noche refresca. Y no te entretengas, ¿eh? Directa a casa después de baile.
—Vale, vale —dijo Marta, cogiendo el gorro y saliendo disparada escaleras abajo.
—No «vale», ponte el gorro —le gritó la madre.
—Hola, Lucía. ¿Llegando del trabajo? Esta mocosa siempre quiere salir así, y luego termina resfriada —se quejó la vecina.
Caminaron juntas mientras Lucía intentaba retomar la cuenta de los peldaños, pero la otra mujer la interrumpió.
—¿Tu hijo? ¿Te llama?
—No —susurró Lucía.
—Criamos hijos, los vemos crecer, y un día se van… Y nos quedamos esperando, preocupadas. A mí me da miedo por mi hija, pero por un hijo debe ser peor. Se va uno y no sabe dónde está, con quién… Y en su cabeza solo piensa en el baile.
Lucía se detuvo frente a su puerta. Mientras buscaba las llaves en el bolsillo del abrigo, la vecina desapareció tras la suya. Al entrar, su mirada se posó instintivamente en el perchero. Cada día esperaba, con el corazón en un puño, que Pablo apareciese. Pero solo colgaba su chaqueta de entretiempo.
Dejó la bolsa en el mueble del recibidor y empezó a quitarse el abrigo. Antes, Pablo corría a recibirla, contándole mil cosas.
—Espera, déjame quitarme el abrigo —le decía ella, cansada—. No toques la bolsa, pesa mucho.
Con los años, era ella quien lo llamaba al llegar, pidiéndole que la ayudase a llevar las cosas a la cocina mientras le preguntaba por el colegio.
—Todo bien —respondía él, llevando la bolsa rápidamente antes de encerrarse en su habitación.
Después llegó la universidad, y cada vez estaba menos en casa. Las conversaciones se volvieron breves, distantes.
«¿Y si adopto un gato? Así no estaría sola al volver…», pensó Lucía, como tantas otras veces. Pero la idea se desvanecía al instante. Cenaba algo rápido y se sentaba frente al televisor, buscando en las noticias algún rostro entre los uniformes manchados de tierra. Hombres con la mirada agotada pero esperanzada, mirando a cámara como diciendo: «Estoy vivo». Quizás uno de ellos era Pablo. Ella creía que lo reconocería al instante.
**Cuatro meses atrás**
—¿Pablo, estás en casa? —gritó Lucía al entrar.
—Sí —respondió él, saliendo lentamente de su cuarto.
—¿Tan temprano? —preguntó ella, llevando la bolsa a la cocina. Pablo la siguió arrastrando los pies—. ¿Tienes hambre? —Dejó la compra sobre una silla y empezó a guardarla. Él se sentó a la mesa.
—¿Qué pasa? ¿Ocurrió algo? —Lucía se quedó inmóvil, con un paquete de queso en la mano.
—Estoy bien, mamá.
Pero su expresión la alarmó. Terminó de guardar la compra, dobló la bolsa y la guardó en el armario.
—Mañana haré tortitas —dijo, observándolo con atención.
—Siéntate —indicó él, señalando la silla. Lucía obedeció, pero una inquietud la invadió.
—Me asustas. ¿Qué pasa? ¿Te vas a casar?
—Mamá, me voy a Ucrania.
—¿C-cómo? —tartamudeó—. ¿Así de repente? Pero si no hiciste la mili…
—No es ahora. Ya llevo tiempo preparándome. Primero el entrenamiento, luego…
—No —negó con fuerza—. Acabas de terminar la carrera, tienes un buen trabajo… ¿Y yo? ¿Pensaste en mí? Eres todo lo que tengo. No puedes hacer esto. ¿Por qué?
—Porque hay una guerra, mamá. No puedo quedarme de brazos cruzados. Soy fuerte, tengo la formación necesaria…
—No eres un hombre, eres un niño. Tienes veintitrés años…
Se encontró con su mirada firme y calló. Las lágrimas nublaron su vista.
—¿Cuándo? —preguntó, con voz quebrada.
—Mañana. Mamá, lo siento, pero no puedo esconderme mientras otros…
Se levantó y lo abrazó con fuerza.
—No te dejo ir.
—Ya lo decidí —dijo él, separándose.
Lloró, discutieron. Al final, se calmó. Estuvieron horas hablando. Pablo intentó explicarse.
—Una vez te pregunté por mi padre, ¿recuerdas?
—Tenías cinco años —respondió ella.
—¿Y qué me dijiste?
Lucía negó con la cabeza.
—Me dijiste que era militar, un héroe, que murió en una misión secreta.
Claro que lo recordaba. ¿Qué otra cosa podía decirle? Que se había enamorado de un cobarde, que la abandonó al saber del embarazo. Estudiantes, con toda la vida por delante… Su madre la ayudó, pero aquellos meses fueron difíciles.
Cuando él creció y preguntó, ¿iba a decirle la verdad? ¿Que su padre los había abandonado? Inventó la historia del héroe para que no se sintiera menos. Nunca imaginó que años después habría una guerra.
Aquel día, antes de partir, Pablo no habló de honor ni de seguir los pasos de su padre. Solo preguntó:
—¿Es cierto? Lo de él.
Ella dudó, pero no pudo negarlo.
—Sí —mintió—. Puedes estar orgulloso.
Y él, pareció aliviarse.
Lo dejó ir. Pasaron semanas sin noticias. Hasta que llamó: «Voy para allá. Te quiero. Volveré». Y comenzó la espera.
**Ahora**
Una tarde sonó el timbre. Al abrir, no lo reconoció al instante. Su hijo, su niño, había cambiado. Se abrazaron, y solo entonces vio la muleta.
—¿Estás herido? —gritó, alarmada.
—Nada grave. Mamá, te presento a Javier. Estuvimos juntos allí.
El hombre tras Pablo parecía incómodo. Y entonces lo entendió: Javier. Él no pareció sorprendido. Sabía dónde estaba.
—Hola —dijo él.
La rabia la inundó. ¿Cómo se atrevía a aparecer después de tantos años?
—Me salvó —explicó Pablo—. Me cargó dos kilómetros bajo el fuego. Estuvimos en el mismo hospital…
Las palabras le sonaban lejanas. «¿Lo salvó?». Pero lo importante era que Pablo no sabía la verdad.
Les preparó la cena, les dio ropa limpia. Eran de la misma estatura. Pablo se duchó primero.
En la cocina, Javier habló:
—Perdóname. Me arrepAl día siguiente, mientras el sol se filtraba entre las cortinas, Lucía escuchó las risas de Pablo y Javier en la cocina, y sintió que, tal vez, la vida les estaba dando una segunda oportunidad.