**El Hermano del Corazón**
—¡Suéltalo! ¡No lo hagas! ¡Le estás haciendo daño! —Sofía, ahogándose en lágrimas, golpeaba al chico que le había arrebatado el gatito. Lo golpeaba con todas sus fuerzas, pero no servía de nada. El chico solo se reía, apretando con más fuerza el frágil cuerpecito. Sofía, sin saber qué más hacer, le mordió el brazo y al instante salió despedida. Sintió un sabor metálico en la boca, el dolor le quemó y algo caliente corrió por su barbilla. Se tocó la cara con la mano, vio la sangre y cerró los ojos, gritando con todo su aliento.
—¡Ayuda!…
Contra todo pronóstico, alguien la escuchó. Al oír un grito del chico, Sofía abrió los ojos. Desde donde estaba tirada, no veía bien, pero alcanzó a distinguir las zapatillas sucias de su agresor en el aire. El chico cayó al suelo y chilló indignado:
—¡¿Qué te pasa?! ¡¿Estás loco?! —Su voz ya no sonaba tan arrogante como minutos antes.
—¡Te voy a volver loco de verdad! ¡Lárgate de aquí! Y que no te vea más por la zona. Si la tocas otra vez, tendrás que vértelas conmigo, ¿entendido?
La voz del desconocido habló con calma, casi perezosa.
Sofía giró la cabeza. ¡Vaya lío! ¡Otro más! Aunque, al menos, había defendido… pero ¿qué pasaría ahora? Movió la cabeza frenéticamente. ¿Dónde estaba…? ¡Ahí! Un pequeño bulto peludo yacía inmóvil en el suelo. Sin levantarse, Sofía gateó hacia él y lo tocó. ¡Respiraba! Lo levantó con cuidado y lo apretó contra su pecho. Había que huir, ir con la abuela. Ella sabría qué hacer. Pero sus piernas no respondían…
—¿Qué tal, pequeña? ¡Madre mía! ¡Cómo te han puesto!
El chico que se acercó era mayor que el agresor. Alto, desgarbado, intentó captar la mirada de Sofía.
—Déjame ver. ¿Te has mordido el labio o la lengua?
—No sé…
—Bueno, ya lo veremos. ¿Puedes levantarte?
Sofía negó con la cabeza. La reacción tardía la abrumó y rompió a llorar de nuevo.
—¡Eh, no llores! Ya se ha ido. Y no volverá a molestarte. Que lo intente… Si pasa algo, me avisas, ¿vale? ¿Y esto qué es?
Una mano no muy limpia, con uñas cortas y rotas, se acercó al gatito, pero Sofía se encogió, tratando de protegerlo, y lloró aún más fuerte.
—¡Vale, vale, no lo toco! ¡No tengas miedo!
Intentó calmarse, pero no podía.
No debió haber salido al patio sin la abuela. Y encima, lo había suplicado. «Ya soy mayor, el año que viene voy al cole», pensó. Todos jugaban solos… menos ella.
—Sofía, a mí también me gusta que me saquen a pasear —bromeaba la abuela, Claudia—. Tú juegas, y yo charlo con mis amigas en el banco. ¿Qué tiene de malo?
—¡Pero todos saben que me vigilas!
—¿Y?
—¡Que ya soy mayor!
—¿Quién dice que no? Tú me cuidas a mí, y yo a ti.
—¡Quiero hacerlo sola! —Sofía frunció el ceño. Claudia sonrió. El mismo carácter que su hijo. Independiente. Siempre queriendo hacer todo solo. Pero él era un chico, y Sofía, una niña.
—¿Y si hacemos lo que diga tu madre?
—¡Ni hablar! ¡Ella nunca me dejará!
—¿Se lo has preguntado?
Sofía negó. Su madre era estricta. Trabajaba como cirujana en el hospital. Allí no podías ser blando, o los pacientes no te harían caso. Y con Sofía, aunque no fuese una paciente, también era firme. Si decía «no», era inútil insistir. Pero la abuela tenía razón: no le había preguntado. Había que intentarlo.
Su madre le dio permiso para salir sola.
—Tienes razón, ya eres mayor. Pero hay una condición. Debes demostrar que eres responsable. ¿Entendido?
—Sí. ¿Qué tengo que hacer?
—Mira. Te dejo salir sin la abuela, pero me prometerás que no saldrás del patio. Y que te quedarás donde ella pueda verte desde la ventana.
—¿Ni siquiera a los columpios de al lado?
—Sofía, ¿dónde están esos columpios?
—En el patio de al lado…
—¿Y qué acabo de decirte? ¿Se puede? Piensa.
—No.
—Entonces, ¿para qué lo preguntas?
Sofía asintió, feliz de que su madre hubiese accedido.
Pero no cumplió su promesa. Enseguida apareció Alba, de la casa 35. Jugaron un rato a la comba, y luego Alba dijo que iba a los columpios.
—A mí no me dejan —refunfuñó Sofía, mirando hacia su ventana. No veía a la abuela, pero eso no significaba que no la estuviese vigilando.
—¡Pues como quieras! —Alba dudó—. Oye, Sofía, ¿y si vamos un momentito? ¡Será rápido, tu abuela no se enterará!
Sofía negó con la cabeza. ¡No podía! Su madre no la dejaría salir nunca más.
Alba suspiró y salió corriendo del patio, mientras Sofía se sentó en un banco. ¡Qué aburrido! No había nadie más. Quizá podía ir un ratito y volver… Estaba cerca, ni siquiera había que cruzar la calle. Miró una última vez hacia su ventana y salió corriendo.
Después de columpiarse hasta marearse, volvían a su patio cuando, junto al primer portal del edificio de al lado, vieron un gatito tirado en el suelo. No se sabía cómo había llegado allí. No había rastro de la madre. Buscaron entre los arbustos, llamaron, pero no apareció.
—¡Es tan pequeñito! Acaba de abrir los ojos. No puede estar sin su madre —Alba acarició la cabecita del gatito, que Sofía sostenía entre sus manos.
—¿Cómo lo sabes?
—Teníamos una gata. Cuando tuvo gatitos, mi madre me explicó todo. Luego se la llevó mi abuela, y ahora tenemos a Tutankamón.
—¿A quién? —Sofía la miró confundida.
—Bueno, su nombre completo es muy raro, no lo sé pronunciar. Como el de un faraón.
—¿Qué faraón?
—Un rey antiguo —Alba rió—. Vivía en Egipto. Allí adoraban a los gatos. Nuestro Tutankamón se parece a ellos. Es esfinge.
—¿Cómo?
—Tan feo que hasta mi madre se asusta… aunque le encanta.
—¿No tiene pelo? ¿En serio?
—Bueno, un pelito cortito, casi invisible. Parece arrugado, pero es muy gracioso.
Sofía lo pensó y le tendió el gatito a Alba.
—Tú sabes cómo ayudarlo.
Pero Alba negó.
—No puedo. Tutankamón lo lastimaría.
—¿Entonces qué hacemos?
No hubo respuesta. La madre de Alba la llamaba desde lejos.
—Tengo que irme. Luego me cuentas qué pasa con el gatito, ¿vale?
Sofía asintió, y Alba salió corriendo. El gatito se refugiaba en sus manos, tan frágil que Sofía estuvo a punto de llorar. ¡Bueno! Lo llevaría con su abuela. Ella sabría qué hacer.
Pero no llegó al portal. DetrásAl final, Sofía y Maxi se convirtieron en los hermanos que el destino eligió para ellos, demostrando que la familia no siempre nace de la sangre, sino del corazón.