El Guardián del Patio

El guardián del patio

Sergio Miguél, con su mono de guardia, se acomodó bajo el arco metálico de la entrada y observó cómo la lluvia golpeaba el asfalto aún tibio, marcando un ritmo parecido a una tarima de baile. El vapor del suelo subía tan denso que parecía que, al doblar la esquina, no aparecería el viejo Mini de algún vecino, sino un jinete espectral a caballo blanco. El aire estaba cargado, húmedo y con un toque dulzón a tilo mojado.

Abrió la ventana de su caseta para que entrara un poco de aire y, al instante, la tormenta de verano se coló como una invitada indeseada. Sergio tomó un sorbo de su té frío, servido en un vaso de cristal facetado, y giró la perilla del viejo rádio. Captó una onda polvorienta donde un barítono rasposo cantaba sobre amores y avellanos. Con este clima, la imaginación corría a las mil maravillas. Y de qué imaginarse, todavía lo había.

Quince años llevaba como centinela de aquel tranquilo patio cerrado, testigo de sus pequeñas tragedias y sus alegrías cotidianas. Sabía que la familia del apartamento 45 discutía cada mañana porque siempre se levantaban como si les hubieran quemado la cara, y él les lanzaba un quejido de buenos deseos. Conocía al gato anaranjado del segundo bloque, llamado por su dueño Chanchón, pero cuyo collar llevaba grabado el nombre Genaro. También sabía que el chico del undécimo piso se escapaba a fumar en una esquina, creyendo que nadie lo veía.

Su caseta era el pequeño epicentro del universo del edificio. Allí se perdían llaves, allí acudían los niños pidiendo que llamaran a sus padres cuando éstos se olvidaban de recogerlos de la escuela. Un día alguien dejó un cachorro en una caja de cartón. Sergio lo adoptó. Ahora el perro, llamado Niebla, dormía en la caseta, roncando como un motor viejo.

La puerta crujió. En el umbral apareció una niña de ocho años, empapada de pies a cabeza, de la vivienda 33. En sus manos apretaba con fuerza un ramillete arrugado de dientes de león y hierbas de carretera.

¡Hola! susurró. Es para usted.

¿Para mí? se sorprendió Sergio. ¿De dónde ha salido eso?

Mamá dice que siempre nos ayuda. Papá dice que usted es el pilar de este patio. Yo no sé qué es un pilar, pero imagino que es algo tan importante como un poste que sostiene todo.

Sergio tomó el ramillete. Los dientes de león ya habían perdido sus pétalos, dejando solo tallos verdes, pero desprendían un perfume a miel y a infancia.

Siéntate y sécate gruñó, señalando una tabureta. ¿Quieres té?

La niña asintió, quitándose las sandalias mojadas. Le sirvió té en una taza de hierro con un oso dibujado. Se quedaron en silencio, escuchando cómo la lluvia disminuía hasta convertirse en un susurro tranquilizador. Niebla se despertó y empezó a olisquear la mano de la niña, pidiendo atención.

¿Por qué está siempre aquí? preguntó la niña, mirando los viejos calendarios colgados en la pared.

Para que no se pierdan niños como tú respondió Sergio. Y para que las llaves vuelvan a sus dueños. Y para que Genaro, el gato, llegue a casa a tiempo.

Usted es como un superhéroe concluyó la niña con seriedad.

Yo ya soy superhéroe contestó él con la misma seriedad. Solo que no me dieron capa. Me dieron esta caseta y una barrera.

La acompañó hasta la entrada del edificio cuando la lluvia amainó por completo. Al regresar, vio al chico del undécimo piso asomarse de la esquina. El joven se sobresaltó al verlo y metió la mano con el cigarrillo en el bolsillo.

No te escondas le dijo Sergio. Se nota. Huele.

¿No le contarás a tu madre? balbuceó el chico, asustado.

¿Para qué? Eso es asunto tuyo. Pero los pulmones también son tuyos. Piensa.

Sergio siguió su camino, dejando al adolescente en un leve estado de perplejidad.

Al atardecer, cuando el cielo se había tornado azul oscuro y las primeras estrellas se reflejaban en los charcos, Sergio cerró la barrera. Echó un último vistazo al patio, ya casi en silencio, a punto de dormirse. En las ventanas se encendían luces, alguien reía detrás de un cristal abierto y el perfume a patatas fritas y tomillo invadía el aire.

Acarició la cabeza de Niebla, apagó la luz de la caseta y cerró la puerta con llave. Otro día había terminado. No hubo agradecimientos, su nombre no apareció en los periódicos, pero él era ese pilar. El que sostiene. El al que puedes acudir con un ramillete de dientes de león arrugados en el día más lluvioso.

Y eso valía más que cualquier aparente grandeza. Se dirigió a su pequeño apartamento, también en ese mismo patio, y no se sentía solo guardia. Se sentía dueño de un universo diminuto pero esencial. Y, por un día, también de su propio imperio.

Sin embargo, la mañana siguiente le reservó una sorpresa desagradable. Alguien había chocado su caseta durante la noche. En el lateral había una abolladura, como si un coche hubiera arremetido contra ella, y la puerta apenas se abría, chirriando contra el asfalto.

Niebla, inquieto, daba vueltas alrededor del metal dañado y ladraba suavemente. Sergio rodeó la caseta, tocó la abolladura y frunció el ceño con aire de evaluación. No empezó a culpar a nadie ni a lanzar acusaciones al viento; simplemente abrió la puerta que crujía y se sirvió su té. Los problemas se resuelven, no se discuten.

La primera en notar el incidente fue, por supuesto, Crisanta, la niña de la cartera de colores que iba al patio de recreo.

¡Ay! detuvo su paso, con los ojos muy abiertos. ¡Han destrozado su casita!

No pasa nada, lo arreglamos respondió Sergio con calma. Una casita, como una persona, también puede llevar un moretón. Lo importante es que el interior esté bien.

La noticia se esparció por el patio a la velocidad de la luz. Los vecinos empezaron a congregarse alrededor de la caseta.

Sergio Miguél, ¿qué es esto? exclamó una anciana del tercer bloque, doña Galia Pérez. Anoche escuché ruidos de motor y la barrera, ¡seguro fueron los delj…!

Hay que ir a la policía, que lo investiguen sugirió alguien.

No hace falta la policía intervino Sergio. Lo resolvemos entre nosotros.

Se acercó el propio fumador del undécimo piso, Dimas, con las manos en los bolsillos y la mirada ladeada, pero con un genuino interés.

Muy fuerte la abolladura dijo, intentando sonar indiferente. Con un martillo se arreglaría, pero mejor con un gato hidráulico…

Sergio lo miró con curiosidad.

¿Tú sabes?

Con mi padre en el garaje a veces hacemos reparaciones encogió de hombros Dimas.

Y entonces ocurrió lo inesperado. El patio, habitualmente fragmentado, se unió en torno a una única meta: reparar la caseta. Doña Galia trajo empanadillas caseras para que haya energía. Un vecino del apartamento 12, Alejandro, sacó una lata de pintura verde del tono exacto del metal. También trajo un pequeño gato hidráulico para enderezar la pieza.

Dimas resultó ser el ingeniero improvisado. Inspeccionó el daño, se pasó la mano por la barbilla y dio su veredicto:

El gato hidráulico no basta. Hay que presionar desde dentro y golpear con un martillo. ¿Alguien tiene una palanca?

Alguien sacó una palanca de obra.

El trabajo arrancó. Sergio, con su té en mano, observaba cómo todo el barrio formaba un equipo de rescate. Incluso Genaro, el gato, apareció y se acomodó en la acera, vigilando como un inspector real.

Crisanta corría de un lado a otro, repartiendo herramientas y clasificándolas en grandes, pequeñas y brillantes. Niebla movía la cola y ladraba cada vez que el martillo golpeaba, como si diera su aprobación.

Al mediodía el desastre ya estaba casi bajo control. La abolladura quedó casi lisa, quedando solo pequeñas marcas. Alejandro, sudoroso pero satisfecho, se preparaba para aplicar la capa final de pintura.

¡Como nueva, Sergio! exclamó, sonriendo ampliamente. Sergio, a su vez, levantó su vaso facetado en un brindis silencioso, gesto que decía más que mil palabras.

En ese momento llegó al patio un todoterreno negro y reluciente. La ventanilla del conductor se bajó y apareció un rostro rojo, todavía con sueño.

¡Eh, guardia! Abre la barrera, ¿qué están haciendo aquí? ¿No hay nada que hacer?

Todos se quedaron boquiabiertos. Era el vecino del ático superior, siempre quejándose y siempre con prisa.

Sergio salió despacio de la caseta. No se apresuró al mando. Miró al hombre en el coche, luego a los presentes: Crisanta con los ojos muy abiertos, Dimas apretando el martillo, Alejandro con la brocha, y Doña Galia con sus empanadillas.

Se sintió no como guardia, sino como capitán de un barco.

El desvío está libre dijo con serenidad. La barrera permanecerá cerrada por mantenimiento.

¡Qué? exclamó el conductor. ¡Yo te…

Nosotros estamos intervino Alejandro, dando un paso al frente, con voz baja pero firme. Tenemos una reparación. Por favor, desvíe.

El hombre miró a los reunidos: al hombre con la brocha, al adolescente con el martillo, a la anciana con la cara dura, a la niña. Vio que estaban unidos. Entonces giró el coche y se alejó por la ruta alternativa.

Se instaló un silencio, que pronto se rompió con la risa de Dimas. La carcajada contagió a Crisanta, luego a Doña Galia y hasta Alejandro sonrió.

Sergio volvió al mando y abrió la barrera. La amenaza había pasado. Miró su caseta, ahora con una cicatriz de batalla que pronto cubriría la nueva capa de pintura. Esa cicatriz ya no era señal de una tontería ajena, sino de algo más: del reconocimiento de lo que siempre había intuido, pero que hoy se reveló con claridad.

Él no era solo guardia. Era el eje alrededor del cual ese patio, sin saberlo, se unía en un solo cuerpo. Pegándose como una taza rota con un pegamento invisible pero firme. Y su caseta no era solo una caseta; era el corazón de ese pequeño mundo, y él lo custodiaba con orgullo.

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