EL GUARDIÁN DEL OCASO: PROTECTOR DE LOS SECRETOS ENTRE LA LUZ Y LA SOMBRA

EL GUARDIÁN DEL CREPÚSCULO
Me llamo Antonio, aunque aquí en el pueblo todos me dicen don Antonio. Tengo setenta y tres años, y mi vida, como la de tantos hombres mayores, es una colección de rutinas y memorias. Vivo solo, en una casa de piedra al borde del bosque, en el norte de España, donde la niebla se cuela por las grietas y el viento susurra entre los robles como un recuerdo lejano. Hace seis años que mi mujer, Carmen, se fue en silencio una madrugada de invierno. Desde entonces, los días se han vuelto más largos, más pesados, y las noches más heladas.
Mis hijos se marcharon lejos, tras sus propios sueños y obligaciones. Al principio llamaban de vez en cuando, luego los mensajes se espaciaron, hasta que el silencio se quedó para siempre. No les guardo rencor; la vida sigue sin volver la vista atrás, y uno aprende a vivir con las ausencias como parte del camino. Aun así, hay días en que la soledad se siente como una manta demasiado gruesa, que me ahoga y me pesa en los hombros.
Mi casa es humilde, de esas que crujen con cada paso y guardan los ecos de las voces que antes la llenaban. El jardín, que antes lucía colorido bajo el cuidado de Carmen, ahora es un terreno salvaje, donde las malas hierbas y las flores silvestres compiten por un rayo de sol. Me gusta sentarme en el porche al atardecer, con una taza de café entre las manos, y ver cómo el bosque se va oscureciendo poco a poco. A veces, cierro los ojos y escucho el trino de los pájaros, el susurro del viento, el ladrido lejano de un perro en alguna casa vecina.
Fue en una de esas tardes, cuando el aire olía a tierra húmeda y el cielo se teñía de dorado, cuando vi por primera vez al zorro. Era un animal delgado, de pelaje revuelto y costillas marcadas, con el hocico manchado de barro. Husmeaba entre las bolsas de basura que había dejado junto a la verja, moviéndose con cuidado, como si temiera ser visto. Me quedé quieto, observándolo desde lejos, sin hacer ruido. No sentí miedo ni enfado, solo una curiosidad extraña.
No lo ahuyenté. Al contrario, esa noche, mientras preparaba mi cena, aparté un trozo de pan y un poco de carne vieja y los dejé al borde del jardín, cerca de donde lo había visto. Me fui a dormir preguntándome si regresaría. Y lo hizo. Al día siguiente, y al otro, y al siguiente también. Cada noche, cuando el sol se escondía y el frío empezaba a colarse por las ventanas, el zorro aparecía en silencio, se sentaba a unos pasos de la casa y esperaba su ración de comida.
Al principio, no intercambiábamos palabras claro, los zorros no hablan, y yo tampoco tenía mucho que decir. Pero con el tiempo, empecé a hablarle igual. Le contaba cosas sencillas: cómo estaba el tiempo, lo que había soñado la noche anterior, qué parte del cuerpo me dolía más ese día. Me escuchaba en silencio, con esos ojos amarillos, profundos, que no juzgan ni preguntan. Comía despacio, sin apartar la mirada de mí, y luego desaparecía en la oscuridad, como una sombra.
Así nació nuestro ritual. Cada noche, al dejar la comida en el césped, le hablaba al zorro como si fuera un amigo de toda la vida. Descubrí que su presencia me hacía bien. Ya no me sentía tan solo; había alguien que esperaba mi gesto, alguien que compartía conmigo ese pequeño momento de compañía. Empecé a salir más al patio, a cuidar un poco el jardín, a recoger las ramas secas y a limpiar las hojas caídas. Sentía que, de algún modo, el zorro y yo nos necesitábamos.
Una noche, el invierno llegó con toda su fuerza. El viento aullaba y la lluvia azotaba el tejido como si quisiera arrancarlo. Salí al patio a asegurar una ventana que se había soltado, y en un descuido, resbalé en el barro y caí al suelo. Sentí un dolor agudo en la pierna y supe al instante que no podría levantarme. El móvil, que siempre llevaba en el bolsillo, no tenía cobertura. Grité pidiendo ayuda, pero solo el viento respondió.
El frío empezó a calarme hasta los huesos. Temblaba, no solo por el dolor, sino por el miedo. Pensé que esa sería mi última noche, que nadie me encontraría hasta que fuera tarde. Cerré los ojos y recé, no por mí, sino por mis hijos, para que no se sintieran culpables cuando recibieran la noticia.
Entonces, lo noté. Un calor suave, una presencia a mi lado. Abrí los ojos y vi al zorro, sentado junto a mí, con el hocico apoyado en mi pierna. No se quedó en la sombra, no huyó. Permaneció ahí, quieto, respirando despacio, como si supiera que lo necesitaba. No hizo nada más, solo me acompañó. Su aliento cálido y su mirada serena me dieron fuerzas para no rendirme.
Pasaron horas, o quizá solo minutos, hasta que logré incorporarme con esfuerzo. El zorro no se movió hasta asegurarse de que estaba bien. Cuando por fin pude levantarme y entrar en casa, lo vi desaparecer entre los árboles, silencioso como siempre. Esa noche, mientras me arropaba junto a la chimenea, supe que algo había cambiado entre nosotros. Ya no era solo un animal hambriento buscando comida, ni yo un viejo solitario buscando consuelo. Éramos, de algún modo, compañeros.
Desde entonces, ya no digo que vivo solo. Cada noche, al dejar la comida en el césped, le hablo al zorro como quien habla con un amigo de toda la vida. Le digo: *Tú no eres mi mascota. Eres mi visita.* Y eso, para alguien que pasa los días sin nadie, lo cambia todo.
Con el tiempo, mi salud mejoró. Empecé a salir más al patio, a pasear por el bosque, a respirar el aire fresco de las mañanas. Me levantaba con ganas de que llegara la noche, no por miedo a la oscuridad, sino porque sabía que, en algún momento, dos ojos amarillos brillarían entre los árboles y vendrían a cenar conmigo.
El zorro se volvió parte de mi vida, aunque él no lo sabe. No le importan los aplausos ni las redes sociales. Hace poco, uno de mis nietos vino de visita y, al ver al zorro, grabó un vídeo y lo subió a internet. La historia se hizo viral, y durante unos días, recibí mensajes y llamadas de gente de todas partes, felicitándome por mi *amistad extraordinaria*. Pero al zorro eso no le importa. Él sigue viniendo, sin aspavientos, sin fotos, sin pedir likes. Solo se sienta cada noche, frente al viejo que lo alimenta, y lo acompaña en silencio.
A veces pienso en todo lo que ha cambiado desde que Carmen se fue. Al principio, la soledad era un peso insoportable, una sombra que crecía con cada día. Ahora, gracias a un zorro flaco y hambriento, he aprendido que la compañía puede llegar de los lugares más inesperados. Que la amistad no siempre hace ruido, que a veces solo respira cerca de ti y espera contigo hasta que amanece.
Me gusta pensar que, en el fondo, todos somos un poco como ese zorro: buscamos calor, comida, un poco de compañía en la oscuridad. Y también somos un poco como yo: necesitamos sentir que alguien nos espera, que no estamos solos en el mundo.
Cada noche, cuando dejo la comida en el césped y veo los ojos amarillos brillar entre los árboles, doy gracias por esa pequeña bendición. No sé cuánto tiempo más vendrá el zorro. Quizá un día deje de aparecer, quizá encuentre otro lugar donde lo necesiten más. Pero mientras tanto, seguiré poniendo su cena, seguiré hablándole

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