EL GUARDIÁN DEL OCASO: PROTECTOR DE LOS SECRETOS ENTRE LA LUZ Y LA SOMBRA

EL GUARDIÁN DEL CREPÚSCULO

Me llamo Emilio, aunque en el pueblo todos me conocen como don Emilio. Tengo setenta y dos años, y mi vida, como la de tantos hombres mayores, es una cadena de rutinas y recuerdos. Vivo solo, en una casa de madera al borde del bosque, en el norte de España, donde la niebla se filtra por las grietas y el viento gime entre los robles como un lamento antiguo. Hace cinco años que mi esposa, Carmen, se fue en silencio una madrugada de invierno. Desde entonces, el tiempo se ha vuelto más lento, más pesado, y las noches más frías.

Mis hijos se marcharon lejos, persiguiendo sus sueños y obligaciones. Al principio llamaban de vez en cuando, luego los mensajes se espaciaron, hasta que el silencio se instaló para siempre. No les guardo rencor; la vida sigue su curso, y uno aprende a aceptar las ausencias como parte del camino. Pero hay días en los que la soledad se siente como una manta demasiado gruesa, que me ahoga y me oprime los hombros.

Mi casa es humilde, de esas que crujen con cada paso y guardan el eco de las voces que una vez la llenaron. El jardín, que antes florecía bajo el cuidado de Carmen, ahora es un terreno salvaje, donde las hierbas altas y las flores silvestres luchan por un rayo de sol. Me gusta sentarme en el porche al atardecer, con una taza de té entre las manos, y ver cómo el bosque se oscurece poco a poco. A veces, cierro los ojos y escucho el trino de los pájaros, el susurro del viento, el ladrido lejano de un perro en alguna casa vecina.

Fue en una de esas tardes, cuando el aire olía a tierra mojada y el cielo se teñía de rojo, cuando vi por primera vez al zorro. Era un animal delgado, de pelaje enmarañado y costillas marcadas, con el hocico manchado de barro. Revolvía entre las bolsas de basura que había dejado junto a la verja, moviéndose con cautela, como si temiera ser visto. Me quedé quieto, observándolo desde lejos, sin hacer ruido. No sentí miedo ni enfado, solo una extraña curiosidad.

No lo ahuyenté. Al contrario, esa noche, mientras preparaba mi cena, aparté un trozo de pan y un poco de carne y los dejé al borde del jardín, cerca de donde lo había visto. Me fui a la cama preguntándome si volvería. Y volvió. Al día siguiente, y al otro, y al siguiente también. Cada noche, cuando el sol se escondía y el frío empezaba a colarse por las ventanas, el zorro aparecía en silencio, se sentaba a unos pasos de la casa y esperaba su ración de comida.

Al principio, no intercambiábamos palabras los zorros no hablan, y yo tampoco tenía mucho que decir. Pero con el tiempo, empecé a hablarle igual. Le contaba cosas sencillas: cómo estaba el tiempo, lo que había soñado, qué me dolía ese día. Me escuchaba en silencio, con esos ojos dorados, profundos, que no juzgan ni preguntan. Comía despacio, sin apartar la vista de mí, y luego desaparecía en la oscuridad, como una sombra.

Así nació nuestro ritual. Cada noche, al dejar la comida en el césped, le hablaba al zorro como si fuera un viejo amigo. Descubrí que su presencia me hacía bien. Ya no me sentía tan solo; había alguien que esperaba mi gesto, alguien que compartía conmigo ese pequeño instante de compañía. Empecé a salir más al jardín, a cuidarlo un poco, a recoger las ramas secas y las hojas caídas. Sent

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