EL GUARDIÁN DEL OCASO: PROTECTOR DE LOS MISTERIOS ENTRE LA LUZ Y LA SOMBRA

Oye, te voy a contar esta historia que me ha tocado el alma. Se llama *El Guardián del Atardecer*, y es de esas que te hacen pensar en las pequeñas cosas de la vida.

Me llamo Antonio, aunque aquí en el pueblo todos me dicen don Antonio. Tengo setenta y dos años, y mi vida, como la de muchos hombres mayores, es un ir y venir de rutinas y recuerdos. Vivo solo, en una casita de madera al borde del bosque, en el norte de España, donde la niebla se cuela por las rendijas y el viento susurra entre los robles como un lamento antiguo. Hace cinco años que mi mujer, Carmen, se fue en silencio una madrugada de invierno. Desde entonces, los días se me hacen más largos y las noches, más frías.

Mis hijos se marcharon lejos, tras sus sueños y obligaciones. Al principio llamaban de vez en cuando, luego los mensajes se espaciaron, hasta que el silencio se instaló para quedarse. No los culpo; la vida sigue su curso, y uno aprende a convivir con las ausencias. Pero hay días en que la soledad pesa como un abrigo de invierno demasiado grueso.

Mi casa es humilde, de esas que crujen con cada paso y guardan los ecos de las voces que antes la llenaban. El jardín, que antes florecía bajo las manos de Carmen, ahora es un terreno salvaje donde hierbas y flores se disputan el sol. Me gusta sentarme en el porche al caer la tarde, con una taza de té humeante, y ver cómo el bosque se va oscureciendo. A veces cierro los ojos y escucho el canto de los pájaros, el susurro del viento, el ladrido lejano de algún perro.

Fue en una de esas tardes, cuando el aire olía a tierra mojada y el cielo se teñía de dorado, cuando vi por primera vez al zorro. Era delgado, con el pelaje enmarañado y las costillas marcadas, el hocico manchado de barro. Revolvía entre las bolsas de basura que había dejado junto a la verja, moviéndose con cautela, como si temiera ser visto. Me quedé quieto, observándolo sin hacer ruido. No sentí miedo, solo curiosidad.

No lo ahuyenté. Esa noche, al preparar la cena, aparté un trozo de pan y un poco de carne y lo dejé al borde del jardín, donde lo había visto. Me acosté preguntándome si volvería. Y volvió. Al día siguiente, y al otro, y al otro. Cada noche, cuando el sol se escondía y el frío empezaba a colarse, el zorro aparecía en silencio, se sentaba a unos pasos de la casa y esperaba su porción.

Al principio no hablábamosbueno, los zorros no hablan, y yo tampoco tenía mucho que contar. Pero con el tiempo, empecé a hablarle igual. Le contaba cosas sencillas: cómo estaba el día, lo que había soñado, qué me dolía. Él me escuchaba en silencio, con esos ojos dorados que no juzgan. Comía despacio, sin apartar la vista de mí, y luego se fundía en la oscuridad como una sombra.

Así nació nuestro ritual. Cada noche, al dejarle la comida, le hablaba como a un viejo amigo. Descubrí que su presencia me hacía bien. Ya no me sentía tan solo; había alguien que esperaba ese pequeño gesto, alguien con quien compartir un momento de compañía. Hasta empecé a cuidar un poco el jardín, a recoger ramas secas, como si el zorro me hubiera devuelto las ganas de hacerlo.

Una noche, el invierno se desató con furia. El viento aullaba y la lluvia azotaba el tejado como si quisiera arrancarlo. Salí a asegurar una ventana suelta, resbalé en el barro y caí. Sentí un dolor agudo en la pierna y supe que no podría levantarme. El móvil, que siempre llevo, no tenía cobertura. Grité, pero solo el viento respondió.

El frío me calaba hasta los huesos. Temblaba, no solo por el dolor, sino por el miedo. Pensé que esa sería mi última noche, que nadie me encontraría a tiempo. Cerré los ojos y recé, no por mí, sino por mis hijos, para que no se sintieran culpables cuando llegara la noticia.

Entonces lo sentí: un calor suave, una presencia a mi lado. Abrí los ojos y allí estaba el zorro, apoyando su hocico en mi pierna. No se escondió, no huyó. Se quedó, quieto, respirando despacio, como si supiera que lo necesitaba. No hizo nada más, solo estuvo ahí. Su aliento cálido y su mirada me dieron fuerzas para no rendirme.

Pasaron horaso quizá minutoshasta que logré incorporarme. El zorro no se movió hasta asegurarse de que estaba bien. Cuando finalmente pude entrar en casa, lo vi desaparecer entre los árboles, silencioso como siempre. Esa noche, junto al fuego, supe que algo había cambiado. Ya no era solo un animal hambriento, ni yo un viejo solitario. Éramos, de algún modo, compañeros.

Desde entonces, ya no digo que vivo solo. Cada noche, al poner su comida, le digo: “Tú no eres mi mascota. Eres mi visita”. Y eso, para alguien que pasa los días sin nadie, lo cambia todo.

Con el tiempo, mi salud mejoró. Salía más al jardín, paseaba por el bosque, respiraba el aire de las mañanas. Hasta me levantaba con ganas de que llegara la noche, no por miedo a la oscuridad, sino porque sabía que en algún momento, dos ojos dorados brillarían entre los árboles y vendrían a cenar conmigo.

El zorro se volvió parte de mi vida, aunque él no lo sabe. No le importan las redes sociales. Hace poco, mi nieto vino de visita, lo grabó y subió un vídeo. La historia se hizo viral, y por unos días recibí mensajes de gente felicitándome por mi “amistad extraordinaria”. Pero al zorro eso le trae sin cuidado. Él sigue viniendo, sin ruido, sin fotos, sin pedir likes. Solo se sienta cada noche, frente al viejo que lo alimenta, y lo acompaña en silencio.

A veces pienso en todo lo que ha cambiado desde que Carmen se fue. Al principio, la soledad era un peso insoportable. Ahora, gracias a un zorro flaco y hambriento, he aprendido que la compañía llega de los lugares más inesperados. Que la amistad no siempre hace ruido; a veces solo respira cerca de ti y espera contigo hasta que pase la noche.

Me gusta pensar que, en el fondo, todos somos un poco como ese zorro: buscamos calor, un poco de comida, compañía en la oscuridad. Y también somos un poco como yo: necesitamos sentir que alguien nos espera.

Cada noche, cuando pongo su comida y veo esos ojos dorados brillar entre los árboles, doy gracias por esta pequeña bendición. No sé cuánto tiempo más vendrá. Quizá un día desaparezca, quizá encuentre otro lugar donde lo necesiten más. Pero mientras tanto, seguiré dejándole su cena, seguiré hablándole de mis sueños y mis dolores, seguiré esperando su silenciosa compañía.

Porque a veces, la vida te da justo lo que necesitas, de la forma más inesperada. Y solo hay que estar dispuesto a aceptarlo.

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