El Guardián

El Vigilante Robles

Robles llegó a la fábrica con los primeros fríos del invierno. Nadie supo de dónde venía. Se notaba que no era de allí. Hablaba con un leve acento del norte, pero sin dejar pistas sobre su pasado. La conserje murmuró que lo enviaron desde una empresa de seguridad, como reemplazo. Documentos en regla, sobrio, reservado. Cortés pero distante, como si cada palabra suya atravesara un muro invisible.

—Lo importante es no dormir en el turno— masculló el jefe de seguridad, hojeando su carpeta sin mirarlo—. Lo demás lo aprenderás.

Robles no dormía. Nunca. Los otros vigilantes se quedaban dormidos junto al radiador o llevaban una camilla para las noches. Él permanecía inmóvil, como una estatua. No se movía, ni suspiraba. Solo a veces alternaba la mirada entre los monitores y la verja de hierro. Bebía solo agua, sin café, sin azúcar. No fumaba. Traía la comida en un termo—un caldo y un trozo de pan negro envuelto en un paño viejo. Comía despacio, mirando al vacío, como si la comida no fuera necesidad, sino ritual.

Al principio se burlaban de él. Lo apodaron *”El Pedernal”* por su rigidez y su seriedad. Bromeaban diciendo que era un monje fugado o un ermitaño, sobre todo cuando alguien captó su susurro—tan bajo que parecía una invocación. Otros murmuraron que era un exagente, por sus movimientos precisos y su mirada alerta, que a veces recorría el patio. Pero nadie sabía la verdad. Robles no hablaba más de lo necesario. Respondía con frases cortas, como si aquello fuera una misión, no un simple trabajo.

Pasaron cuatro meses. Robles se volvió parte del paisaje. Lo ignoraban como a la herrumbre en las vallas. Hacía guardia en la entrada, anotaba nombres, levantaba la barrera para los camiones, vigilaba las cámaras. Siempre en silencio. Siempre impasible. A veces parecía que ni siquiera respiraba—tan solo observaba, como si custodiara algo más que naves y almacenes.

Una noche de febrero, un chaval se coló. Como siempre, por el agujero de la valla. Quería llevarse cable de cobre, pensando que nadie lo vería. Pero resbaló en una tubería helada junto al almacén abandonado y cayó. Gritó hasta quedarse ronco. Robles no lo oyó por las cámaras—sino por el ruido. Corrió hacia allí, lo encontró. El muchacho, con los dientes apretados, la cara más pálida que la nieve. La pierna rota, el hueso asomando bajo el pantalón desgarrado.

Robles llamó a la ambulancia. Mientras esperaba, improvisó una férula con un palo y su propio cinturón—rápido, seguro, como si hubiera hecho eso toda la vida. No habló, solo apretó la mano del chico, impidiendo que perdiera el conocimiento. Permaneció junto a él, sin apartar la mirada, hasta que los médicos se lo llevaron. Regresó al puesto, se quitó la chaqueta empapada, se cambió y se sentó frente a los monitores. Como si nada hubiera pasado. Como si fuera lo más normal del mundo.

Después de eso, empezaron a hablar de él de otra manera. Recordaron que siempre era el primero en llegar y el último en irse. Que la entrada estaba más limpia, como si alguien barrera por las noches. Que los robos menores cesaron. Incluso el perro callejero que rondaba la fábrica dormía junto a su puerta y gruñía a los extraños, como si supiera que aquel hombre no era solo un vigilante.

Y en abril, desapareció. No acudió a su turno. Sin llamada, sin aviso. Su teléfono estaba fuera de cobertura. Revisaron sus documentos—no había dirección en el formulario. Solo lo básico: número de DNI, firma—angulosa, tajante—, y un contacto de una empresa ya desaparecida. El DNI era auténtico, pero sin registro. Como si Robles solo existiera en el papel.

En su puesto encontraron las llaves, el uniforme doblado con precisión militar y un papel con una frase: *”Gracias por la paz”*. El papel estaba ajado, los bordes oscurecidos, la letra—nítida, casi tallada. Uno de los guardias comentó que parecía escrita en otro siglo.

El perro se quedó tres días frente a la puerta. Sin comer, sin gemir. Solo alzaba el hocico cuando chirriaban las rejas. Sus ojos miraban al vacío, pero esperaban. Al cuarto amanecer, se levantó, dio una vuelta alrededor del puesto y se marchó—lento, como si supiera que ya no había nadie a quien esperar.

Un mes después, un tornero del taller contiguo juró haber visto a Robles al otro lado de la ciudad. Estaba sentado en un banco cerca de un colegio, con el mismo abrigo cerrado hasta el cuello. Mirando hacia la verja. Inmóvil. Tenía un periódico en las manos, pero no lo leía—solo lo apretaba, como algo querido.

Cuando se acercaron, se levantó, asintió—breve, tranquilo—y se fue sin mirar atrás. Caminaba despacio, como alguien sin prisa pero que sigue avanzando.

Nadie volvió a verlo. Ni cerca del colegio, ni en la ciudad, ni en ningún sitio. Pero los vigilantes de la fábrica a veces susurran: si te quedas solo en el turno de noche y apagas las luces, puedes sentir que alguien está tras la verja. En silencio. Inmóvil. Atento.

Como si alguien estuviera ahí. Solo que invisible.

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